XV

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No podía estar pasando. No de nuevo. Salió de la casa lo más rápido que pudo, pasando sus manos vendadas por su cabello e intentando controlar su agitada respiración. Necesitaba llamar al padre David. No. No la Iglesia. Ellos la castigarían por permitirlo, o la encerrarían de nuevo argumentando que el aislamiento era un modo eficaz de calmar el espíritu. ¿Entonces a quién recurrir?

Debería haber regresado a Roma tan pronto como había descubierto la verdad sobre el asunto, no hacer una tonta propuesta de ayudar a un desconocido a encontrar a su madre. Sobre todo cuando ese desconocido se lo había buscado al jugar y provocar al demonio blanco. Debería haber matado a Bianca la noche anterior, incluso si eso hubiera implicado su propia muerte también.

—Me dijiste que estaba muerta.

Mica se detuvo en medio de su caminata en círculos para mirar a Luc cuando la siguió fuera. El aire seguía sin serle suficiente. Deseaba huir. Correr hasta que sus pies no pudieran más. Pero, como siempre que se bloqueaba, no podía dejar de caminar en círculos, demasiado acostumbrada al encierro como para no salir de su pequeño diámetro de libertad. Sus manos no dejaban de temblar. Los cortes debajo dolían por lo que seguro se los había abierto de nuevo con el movimiento.

—¡Está muerta! —gritó Mica.

—¿Entonces qué significa esto?

Él no entendería, jamás lo haría. Nadie nunca comprendería toda la complejidad detrás. ¿Cómo siquiera intentar explicarle? Necesitaba al padre David para calmarla con sus palabras. Las pesadillas no ayudaban, los recuerdos comenzaban a entremezclarse con la realidad. No quería. No quería. No quería. Era un instrumento del bien, un arma utilizada a favor de la Iglesia. Nada podía quebrar su alma.

—Quieren jugar con mi cabeza —susurró ella.

—¿Está Arabella viva o no?

—¡No!

—También decías haberte cargado al demonio blanco.

—Eso es distinto.

—¿Cómo?

—¡Porque yo estoy aquí! —calló repentinamente al darse cuenta de lo alterada que estaba, la mirada preocupada de Luc siendo muy fácil de leer.

—Michaela...

—Si ella estuviera viva, yo no estaría aquí y ahora. No hay modo en que Arabella esté viva, mientras yo lo esté también, me aseguré de eso hace siglos. Por favor, tienes que creerme en esto, porque es la única verdad.

Mica lo vio dudar, y eso fue peor que cualquier respuesta que pudiera haberle dado. ¿Porque si nadie le creía, entonces cómo se convencería a ella misma de estar diciendo la verdad? Sintió las lágrimas formarse nuevamente en sus ojos, inevitables como cada vez que sus peores miedos resurgían a la superficie. Quería un golpe, una pelea, un demonio, cualquier cosa que pudiera distraerla y recordarle para qué servía. Arabella estaba muerta. Se repitió esas palabras una y otra vez mientras temblaba, apenas conteniendo el llanto.

Luc la abrazó antes que se quebrara por completo. Ella fue incapaz de moverse, incluso las lágrimas parecieron congelarse en su lugar. Olivier solía abrazarla del mismo modo, firme y cálido. Lo había hecho la primera vez que la había visto llorar, cuando él le había roto el corazón y ella no había deseado seguir escuchando sus excusas, porque Mica era demasiado orgullosa como para solo romperse en privado. Hacía mucho que él ya no la abrazaba, y compartir sus problemas e inseguridad por mensaje se sentía como si en realidad lo estuviera molestando con cargas que no le importaban.

—Está bien, te creo —murmuró Luc frotando sus manos contra su espalda—. Todo está bien. Los demonios intentan crear conflictos de este estilo para debilitarnos.

InflexiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora