II

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Los ancianos en coma no eran muy buenos para una charla. Bien, tal vez eso no sonaba ni de cerca tan respetuoso como al padre David le gustaría oír pero Mica se negaba a reconocer algo más que la realidad. ¿Cuál era el punto de ir a presentarle sus respetos a McKenzie si nunca había conocido al sujeto ni este podía oírla? Además, ni siquiera le habían permitido jugar con el cuerpo. ¡Había sido atacado por un demonio! La ciencia moderna podía haber hecho avances increíbles en cuanto a la medicina, pero ningún doctor curaría a McKenzie de lo que fuera que tuviera.

Además, los estadounidenses eran aburridos. El sujeto del aeropuerto no se había reído ante su broma al revisar su equipaje, afortunadamente un permiso especial la había ayudado a evitar un interrogatorio más profundo. Los dos hombres de la Iglesia que la habían recibido no habían seguido su animada charla o dado muestra alguna de estarle prestando atención. Los médicos no la habían tomado en serio cuando había intentado sacarles información sobre la salud del viejo loco y ahora una monja la estaba evitando.

—Hermana, estoy segura que podemos llegar a un acuerdo. ¿Le gustan las hamburguesas? Porque puedo correr al McDonald's más cercano y regresar con dos combos con queso en menos de lo que puede imaginar. Tengo un cupón —declaró Mica con orgullo mientras seguía a la hermana Juliet dentro de la oscura iglesia—. Y lo cederé amablemente a cambio de tener acceso a la información que estaba manejando el padre McKenzie antes de su ataque.

—Este no es un buen momento, regrese mañana —respondió la mujer dándole la espalda mientras apresuraba el paso para perderla.

—Es una dura negociadora. Está bien, tengo un 2x1 y sacrificaré mi cupón para agrandar el combo. Lo único que necesito a cambio es acceso a la oficina de McKenzie.

—¡Señorita, estamos en medio de un funeral!

Admiraba la capacidad de algunas personas de gritar sin levantar la voz de un susurro. Miró el ataúd abierto cerca del altar, familiares y amigos vestidos de negro llorando por el muerto. Bien, al menos eso explicaba por qué había encontrado la iglesia con sus puertas cerradas cuando se suponía que siempre estaban abiertas y la falta de colaboración de la mujer.

—¿Y eso qué? —preguntó Mica apresurando el paso para evitar que la monja se le escapara—. Los muertos descansan eternamente, somos los vivos quienes debemos preocuparnos por el tiempo y debo ver la oficina del padre McKenzie. Ahora.

—¿Acaso no tiene respeto?

—Los muertos no necesitan respeto, los muertos necesitan descansar en paz y que nadie los moleste. Créame, con lo jodido que está este mundo, nadie quiere ser interrumpido durante su muerte —la mirada de la hermana fue suficiente para saber que la respuesta no le había gustado.

—Le recomiendo regrese mañana, señorita. Y rece para encontrar compasión en su alma.

—Lo que sucedió con McKenzie, volverá a pasar a menos que lo detenga y el Vaticano me envió para eso.

—Lo que sucedió con el padre McKenzie fue un desafortunado incidente, y rezo a Dios cada noche por su pronta recuperación, pero no es nada que requiera una investigación tan urgente que no pueda esperar hasta mañana.

Mica la miró sin terminar de tragar sus palabras. ¿Hablaba en serio? ¿Acaso no era consciente que McKenzie había sido atacado por un demonio? Tal vez no, o tal vez prefería negarlo. Por alguna razón era ella quien se ocupaba del trabajo sucio, y no el clérigo. Nadie deseaba manchar sus manos con sangre de demonios.

Lo había intentado por las buenas, no tendría que mentirle al padre David al decir que no había funcionado. Suspiró y aprovechó el instante en que la mujer se dio vuelta. Su mano fue rápida y hábil al coger el puñado de llaves que colgaba de su cinturón, cerró su puño para silenciar cualquier tintineo y se giró. Mentalmente anotó robo, de nuevo, a la lista de su próxima confesión. ¿Se consideraba robo agravado si la víctima era una monja? ¡Pero era para un bien mayor! ¿El viejo libro no justificaba algo así?

InflexiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora