VI

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—Arabella. A-ra-be-lla. Arabellaaaaa...

El alegre canto retumbó dentro de las catacumbas. Ese nombre lograba helarle la sangre, resultaba más aterrador que cualquier nombre de demonio conocido. La joven sintió su corazón y respiración acelerarse por el creciente miedo. No, era demasiado pronto. No podían estar de regreso. ¿Cuánto tiempo había pasado desde su última visita?

La puerta al otro lado de la habitación se abrió con un agonizante chirrido, y ella casi gritó ante la tenebrosa visión. Un chico y una chica, ambos ocultando sus rostros detrás de máscaras venecianas con rasgos tan deformados que resultaban aterradores. Una cruel burla, sabía que debajo debían resultar hermosos. Los demonios siempre lo hacían, Lucifer había sido el ángel más hermoso en toda la creación antes de caer.

Sus botas hicieron ruido al cruzar la gran y oscura habitación, salpicando el agua de los charcos acumulados por las filtraciones, sus ponzoñosos aromas luchando con el hedor de la humedad. Ella tiró de sus cadenas en vano, sabía que no podría escapar y el tintineo era doloroso de oír. Su cuerpo estaba débil, la pérdida de sangre tampoco ayudaba, y prefería no pensar en todo lo demás.

—¿Has pensado en cómo quieres divertirte esta vez, Arabella? —preguntó el chico y la joven a su lado rio.

—Me gusta la improvisación. ¿Qué material tengo aquí para trabajar?

La joven sintió sus labios temblar y sus ojos llenarse de lágrimas. Había escuchado historias sobre ese demonio, hubiera sido imposible no hacerlo. Había oído las suplicas y gritos desde fuera de su celda, otros prisioneros rogando por un poco de su inexistente piedad. Arabella no tenía piedad por nadie. Decían que era capaz de exterminar un pueblo entero en una sola noche con un simple chasquido de dedos. Susurraban que era la hija del mal en persona. Ella odiaba a la humanidad, tanto como la misma humanidad le temía, y adoraba jugar con sus indefensas presas.

—Una tonta chica religiosa. Su padre la envió a un convento porque la encontró haciendo cosas prohibidas con un chico —el joven casi cantó esa última oración, su voz demasiado armoniosa y embriagante como para encantar a cualquiera dentro de su trampa. Ella se arrepintió por completo de haber caído entonces. Quizás se lo tenía merecido, por pecadora, por ir contra la voluntad divina. Y cuando el demonio se agachó para coger su rostro y clavar sus filosos dedos en su barbilla, no pudo hacer nada más que mirarlo como la obligaba a hacerlo—. Nada más que una sucia prostituta. Reza por las noches creyendo que eso servirá de algo. ¿Quieres oír su ridículo nombre?

—Sorpréndeme.

—Michaela —el demonio soltó una horrible risa, Arabella no tardó en sumarse también—. Qué patético nombre para una criatura. Supongo que será en honor al arcángel Michael.

—¡Cómo si esos plumíferos se interesaran por estas bajas criaturas! —Arabella se agachó también para estar a su altura—. No me digas, niña. ¿Crees en ángeles? ¿Piensas que si les rezas, ellos bajarán de sus pedestales y vendrán a ayudarte? Michael ni siquiera parpadearía ante la extinción de tu miserable existencia. ¿Alguno ha venido a ayudarte hasta ahora?

—Él es el líder del ejército celestial, y algún día vendrá para expulsar a todos los demonios de la tierra —respondió Michaela y gritó cuando Arabella clavó una daga en su muslo.

—No lo veo por aquí, y tampoco vendrá. No le importas. Ningún humano jamás le importaría a un ángel. Reza todo lo que quieras, no te ayudarán.

—Haz sentir orgulloso a tu padre —murmuró el joven a su lado—. Tienes un buen material para trabajar, Zebulon espera mucho de ti.

—¿Qué quieres que haga?

InflexiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora