CAPÍTULO VEINTISÉIS

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Se despertó tan pronto como escuchó la ronca voz de Dakota hablando con alguien, había estado tan asustado y preocupado que ni siquiera se dio cuenta en qué momento se durmió. Recargándose sobre su codo, observó a su alrededor en busca de aquella voz que le ponía la piel de gallina.

Tan pronto como pudo enfocarlo, los hermosos orbes azules lo miraron desde la puerta y deseó poder estar solo con Dakota, sin Esteban o el Andrew dormido siendo testigos.

— Me llevaría a Andrew pero a penas puedo conmigo —dijo Esteban, dándole una sonrisa amable.

No sabía a ciencia cierta qué había hecho para que de la noche a la mañana Esteban se comportara de esa forma con él, pero tampoco era como que quisiera que fuese diferente, el que el hombre fuera así, le hacía sentir más seguro en aquel grupo, más aceptado.

Se recostó segundos después de ver la silla de ruedas desapareciendo por la puerta, observó a Dakota mientras este avanzaba todo el camino hasta llegar a la cama donde él se encontraba. El apuesto hombre se sentó en la cama a la altura de su cintura, su diestra se posó sobre sus mejillas y comenzó a acariciarlas, haciéndolo sentir en la gloria y tan protegido como jamás imaginó.

— ¿Ya no está aquí? —preguntó, ladeándose ante el suave toque.

— Ya no está —murmuró, esbozando una sonrisa a penas visible.

— Ese hombre daba miedo —susurró, recargándose nuevamente sobre su codo, asegurándose de que Dakota no dejara de acariciarlo.

— Un poco —respondió, acercándose un poco más con cada palabra.

— ¿Lo conocías?

— Lo conozco, sí...

Asintió, Dakota no estaba tan cerca pero aún así podía sentir la cálida respiración sobre su nariz.

— ¿Por qué susurramos? —preguntó Dakota, su pulgar acariciando bastante cerca la comisura de sus labios.

— Andrew está dormido —respondió en un susurro, sin poder separar la vista de los labios ajenos.

— Entonces no hagamos ruido.

Asintió pocos segundos antes de sentir la cercanía de los carnosos labios contra los suyos. Estos iban y venían en cortas provocaciones, rozándose con lentitud sobre los suyos como si de una erótica tortura se tratara. Con cada suave caricia, sus labios se acercaban en busca de más pero Dakota jamás se acercó lo suficiente para besarlo.

Resopló, y una sonrisa burlona se dibujó en los labios del más grande.

— ¿Lo quieres tanto como yo?

El calor de su aliento mezclado con el calor de las palabras amenazaba con volverlo loco; quería ese beso, no, lo anhelaba, deseaba alejarse de todos los malos pensamientos y de los momentos de angustia que había tenido aquel día, cosa que sólo los besos ajenos podían cambiar. Asintió.

— Entonces dejemos que Andrew duerma.

Dakota se puso de pie rápidamente, ante ello, una mueca de dolor cruzó por su rostro.

— ¿Estás bien?

Las cobijas se enredaron en sus pies de lo rápido que trató de salir de la cama. La gran mano cubría la parte baja de su abdomen y la mueca seguía presente.

— Tiene una enfermedad llamada "Soy un testarudo de mierda que no ha querido hacer caso a las indicaciones del enfermero".

La voz de Andrew le causó un alivió que no pensó que podría sentir, aunque el hombre simplemente observaba la mueca de dolor de Dakota como si nada estuviera pasando; sintió ganas de golpearlo en la cabeza.

Mi salvación.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora