CAPÍTULO SIETE.

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Aquel chico había resultado no ser del todo tímido, aunque pudo ver el miedo en sus ojos cuando lo vio por primera vez, fue tan valiente como para siquiera responder o cuestionar a un hombre que fácilmente triplicaba su peso. Jamás golpearía a alguien sin un motivo fuerte de por medio y mucho menos a alguien tan pequeño, pero de cierta forma, estaba acostumbrado a ser respetado o más bien temido por las personas más pequeñas que él. El chico era la excepción y le gustaba.

A pesar de la orden que le había dado al menor, este no volvió a dormir, desde su lugar podía ver lo confundido que se encontraba, sí quizás era cierto, él no sabía cómo tratar muy bien a las personas, sus experiencias poco ayudaban con su espíritu sociable; desde su regreso de aquella sangrienta guerra, había aprendido en que no debía confiar en nadie, que quien menos te lo esperabas podía darte la espalda, incluso traicionarte. Había sido cierto pues un pequeño grupo de compañeros habían perdido la guerra tratando de ayudar a un niño, un adolescente del cual nadie desconfiaría pero aún así el chico los había guiado a una masacre de la cual él era el responsable. No, definitivamente no era social ni tampoco confiaba en las personas así de fácil.

Observó al adolescente mirando el techo de la habitación, lo había visto voltear varias veces en su dirección y después regresar la mirada aún más confundido de lo que estaba antes de hacerlo. No le importaba, era su trabajo, lo único que tenía que hacer era sentarse, planificar bien sus siguientes movimientos y esperar a que su contacto arreglara las cosas para que ambos pudieran salir del recinto con vida. No sería fácil, había visto a algunos franco tiradores cuando ingresó, las bien construidas torres dentro del recinto, tenían a los que seguramente Álvaro consideraba como los mejores y el interior de la casa no estaba menos protegido que eso, había hombres armados por todos lados, todos con un arma entre su cinturón o en fundas, incluso al principio del pasillo había dos más que cuidaban de lejos al chico; salir no sería fácil a menos que tuviera ayuda extra y esperaba que Juan se encargara de encontrar a más personas que accedieran a ayudarlo, quizás era un exsoldado, tenía buenas estrategias pero no era idiota y mucho menos suicida para salir todo Rambo de la habitación a enfrentarse con los hombres del capo.

— Te recomendaría que durmieras, tienes que recuperar fuerzas.

— ¿Podrías tú dormir? Hace un día y algunas horas comenzaron a mutilarme, el dolor no me deja ni siquiera respirar tranquilo y sigo pensando en qué será lo siguiente que me hagan, estoy a cinco segundos de ponerme a llorar —atacó con ira.

— No lo hagas —Intervino rápidamente luego del comentario aunque tratando de sonar tranquilo.

— Qué consejo, hombre —dijo el chico mientras sostenía su brazo fuertemente contra su pecho, el dolor era evidente.

Odiaba ver a las personas llorar y no porque le molestara que un hombre llorara, no, ese no era el problema, el verdadero problema era él y el que no sabía qué hacer cuando alguien derramaba lágrimas; no sabía si debía consolarlos, decirles algo que les ayudara o simplemente decir un "Ya no llores", un comentario demasiado ilógico pero le había funcionado varias veces.

— Sólo duerme Dante, cierra los ojos y duerme.

— Hombre, no trabajes como psicólogo jamás en tu vida —escuchó murmurar al chico mientras este se acomodaba dándole la espalda.

Esperó por unos cuantos minutos hasta que el chico se durmió. Se levantó de la silla y caminó directamente a la puerta asomándose por la misma, el pasillo estaba completamente solo, los cuadros adornaban las paredes pero no había ni una sola alma, entró a la habitación y tomó de su maleta el pequeño sobre amarillo, sacando su teléfono celular del mismo.

Mi salvación.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora