Capítulo XLII

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Mi aliento forma nubéculas blancas al entrar en contacto con el aire; hace mucho frío.

Me muevo todo lo deprisa que me atrevo. Las gafas son extraordinarias, aunque sigo echando mucho de menos el uso de mi oído izquierdo. No sé qué hizo la explosión, pero creo que ha estropeado algo de forma irreparable.

El bosque parece distinto por la noche; incluso con las gafas, todo tiene un ángulo desconocido, como si los árboles, flores y piedras del día se hubiesen ido a dormir y hubiesen enviado como sustitutos a unas versiones más siniestras. No intento nada peligroso, como escoger una nueva ruta, sino que vuelvo al arroyo y sigo el mismo recorrido de vuelta al escondite de Lucy, cerca del lago. Por el camino no veo ni rastro de los demás tributos, ni una nube de vaho, ni una rama moviéndose. O soy la primera o los otros se buscaron un sitio ayer por la noche. Cuando me meto en la maleza para esperar a que empiece a correr la sangre, todavía queda más de una hora, quizá dos, para que amanezca.

Mastico un par de hojas de menta: mi estómago no da para más. Por suerte, tengo la chaqueta de Matteo además de la mía; si no, habría tenido que moverme para entrar en calor. El cielo adquiere un tono de mañana gris brumosa y sigue sin haber ni rastro de los demás. La verdad es que no me sorprende, ya que todos han destacado por su fuerza, capacidad asesina o astucia. ¿Supondrán que llevo a Matteo conmigo? Dudo que la Comadreja e Ethan sepan que está herido, lo que me viene bien, porque quizá así crean que él me cubre cuando vaya por la mochila.

Pero ¿donde la han puesto? El estadio ya está lo bastante iluminada para quitarme las gafas. Oigo los cantos de los pájaros diurnos, ¿no es ya la hora? Durante un segundo me entra el pánico de estar en el sitio equivocado. Sin embargo, no, recuerdo bien que Steve Russell habló de la Cornucopia, y aca está. Y aca estoy. Entonces, ¿dónde está mi banquete?

Justo cuando el primer rayo de sol se refleja en la Cornucopia de oro, noto movimiento en el llano. El suelo delante de la boca del cuerno se divide en dos y surge una mesa redonda con un mantel blanco como la nieve. En la mesa hay cuatro mochilas, dos negras grandes con los números 2 y 11, una mediana verde con el número 5, y una diminuta naranja (lo cierto es que podría llevarla colgada de la muñeca) que debe de tener un 12.

A los pocos segundos de oír el clic de la mesa al encajar en el suelo, una figura sale corriendo de la Cornucopia, agarra la mochila verde y se aleja a toda prisa. ¡Es la Comadreja! ¡Ella era la única capaz de salir con una idea tan genial y arriesgada! Los demás seguimos colocados alrededor del llano, analizando la situación, y ella ya tiene su mochila. Además, nos ha atrapado, porque nadie quiere perseguirla, no con las otras mochilas sobre la mesa, vulnerables. La Comadreja debe de haber dejado allí las otras a propósito, porque sabía que robar una con otro número haría que alguien la persiguiese. ¡Ésa tendría que haber sido mi estrategia! Mientras yo experimento sorpresa, admiración, rabia, celos y, por último, frustración, su mata de pelo rojizo ya ha desaparecido entre los árboles, fuera del alcance de mi arco. Ummm. Siempre temo a los otros, pero quizá sea la Comadreja la verdadera contrincante.

Encima, me ha costado tiempo, porque ahora queda claro que tengo que ser la siguiente. Si alguien llega a la mesa antes que yo, no le costará llevarse mi paquete y largarse. Sin vacilar, salgo corriendo hacia la mesa y noto el peligro antes de verlo. Por suerte, el primer cuchillo se dirige a mi lado derecho, así que lo oigo y soy capaz de desviarlo con el arco. Me vuelvo, tenso la cuerda y lanzo una flecha directa al corazón de Sierra. Ella se da vuelta lo justo para evitar un blanco mortal, pero la punta le agujerea el antebrazo izquierdo. Aunque es una pena que no sea zurda, me basta para frenarla durante unos segundos, ya que tiene que sacarse la flecha del brazo y examinar la gravedad de la herida. Yo me sigo moviendo y coloco otra flecha de forma automática.

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