Capítulo 12

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Christopher había estado dando vueltas a la escasa información que Aurora le había dado sobre lo que harían aquella tarde. No era un evento formal ni nada que requiriera que él usara algo formal. Solo algo cómodo, había dicho ella. ¿Cómodo? Eso era inusual. No podía esperar para ver qué usaba Aurora como "cómodo".

Bajó de su auto y ni bien se paró frente a la puerta, alguien la abrió, dejándolo pasar al interior de la Mansión Cavalcanti. Era impresionante y lo continuaba siendo aun cuando él había estado ahí incontables veces. Un lugar magnífico, digno de la realeza a pesar de que eran pocas las personas que tenían acceso a él. Tanto Melina como Daniel, padres de Aurora, no eran nada dados a ofrecer fiestas, por lo que la Mansión permanecía en relativo desconocimiento y despertaba curiosidad.

Empezó a recorrer el salón, mirando por la ventana como los árboles del jardín delantero se mecían con suavidad. O quizá solo era una ilusión de su mente, era difícil ver nada cuando no lograba concentrarse en el presente. Su mente se llenaba de un momento a otro de imágenes de la noche pasada.

Aurora con su vestido intensamente rojo y su cabello negro suelto alrededor de su rostro, enmarcando sus ojos grises brillantes. Parecía tan diferente ayer.

Y, ese día al parecer, no iba a ser diferente. Aurora iba con botas bajas, pantalón jean y un suéter gris. Su cabello estaba recogido en lo alto de la cabeza y se había maquillado muy ligeramente. No debería ser permitido que alguien fuera así de hermosa, aun vistiendo tan sencillamente. Pero ella lo era. Totalmente perfecta y su sonrisa... ¡parecía realmente feliz!

–¡Christopher! Me alegro tanto de que vinieras –lo abrazó con fuerza–. Quería que acudieras conmigo esta vez.

–¿Esta vez? ¿A dónde vamos? –inquirió con curiosidad.

–Ya lo verás –sonrió con alegría. Lo tomó de la mano para conducirlo al exterior de la Mansión mientras se colgaba el abrigo en el brazo–. ¡Vamos!

–¿A dónde? –volvió a preguntar Christopher.

–Solo ven conmigo –Aurora esperó que él abriera la puerta del auto–. Gracias por ser un caballero siempre.

–No lo seré tanto si no me dices a donde vamos –insistió él con impaciencia y Aurora rió encantada. Él se sorprendió–. ¿Ha sido eso una carcajada?

–Por supuesto que no, Christopher –negó en tono solemne, mientras sus labios se extendían en una involuntaria sonrisa–. Bien, lo ha sido –admitió ante su mirada.

Siguió las instrucciones que le proporcionó Aurora, con creciente curiosidad. No podía empezar a conjeturar a dónde lo dirigía, solo que no parecían llegar nunca y estaba en las afueras de la ciudad.

–¡Aquí! Entra por ahí –señaló Aurora un pequeño pasaje que Christopher siguió–. Sé que te gustará.

La naturaleza los rodeaba y el frío empezó a sentirse con fuerza una vez lejos de los altos edificios de la ciudad. La nieve era escasa y caía con poca intensidad. Sin embargo, Christopher le pasó el abrigo por los brazos a Aurora para que se lo colocara y le pasó el brazo por los hombros mientras se encaminaban a una casa relativamente pequeña.

Antes de tocar la puerta, escuchó varias risas infantiles en el interior. Buscó con sus ojos verdes el rostro de Aurora, pero ella se limitó a encogerse de hombros. Christopher esperó con curiosidad a que les abrieran la puerta.

–¡Aurora! Te esperábamos ya –una mujer mayor le sonrió con alegría–. Oh, has venido muy bien acompañada.

–Hola, Emiliana –Aurora le dirigió una gran sonrisa–. Es un amigo muy querido, Christopher –lo miró con cariño– ella es Emiliana y es quien cuida de este lugar.

–Conmigo –se escuchó una voz proveniente del interior. Un hombre mayor salió a su encuentro–. ¡La pequeña Aurora! –la abrazó con cariño– ¿quién es?

–Christopher –elevó su rostro con orgullo– es un gran amigo de toda la vida.

–Claro que sí –pronunció el hombre y miró hacia Emiliana con complicidad–. ¡Pasen por favor, deben estar congelándose!

–Gracias, Pietro –Aurora le tomó la mano a Christopher para conducirlo al interior–. Mantienen un hogar para niños abandonados –explicó en voz baja– en estos momentos, tienen diez a su cuidado. Son bastante trabajo, pero ellos siempre lo han hecho, hasta que pueden tomar su camino en la vida y los dejan. Me gusta venir aquí cada navidad. Niños de todas las edades y ayudo un poco.

–¿Otra obra para salvar al mundo? –susurró Christopher fascinado.

–No, mi pequeña alegría personal –le guiñó un ojo y enseguida una pequeña niña se echó en brazos de Aurora–. ¡Camille!

–Te hemos extrañado, Aurora. ¿Has venido a pasar la navidad aquí?

–Sí, por un momento al menos –sonrió tomándola de la mano–. Él es Christopher ¿quieres mostrarle tus poemas?

–No, ahora no –la niña se sonrojó y se soltó– ahora vuelvo.

–Prepárate –murmuró Aurora instantes antes de que varios niños de diversas edades se pusieran a su alrededor y la abrazaran. Ella acarició la cabeza de cada uno de ellos, llamándolos por su nombre y preguntando por sus actividades. Christopher estaba sorprendido. Quizá podría recordar a uno u otro... ¿pero a diez?

Y, esa era Aurora. La misma mujer fría que parecía no sentir absolutamente nada más que molestia y fastidio por el mundo. Que parecía ser inalcanzable y cuya mirada gris podría congelar a cualquiera.

Pero se había equivocado. Bajo su capa de hielo, latía un corazón cálido, lleno de fuego y ternura. ¿Cómo no había podido verlo antes?

–Christopher, ven aquí –extendió su mano y él la tomó con sorpresa–. Quiero que los conozcas.

Un par de horas más tarde y tras varias rondas de villancicos, se reunieron a beber ponche con un trozo de pastel de frutas que Emiliana había preparado. Christopher se sorprendió por los regalos que Aurora había elegido para cada uno de los niños, ella sabía lo que les gustaba y se los había obsequiado. Increíblemente, eran cosas sencillas y educativas, y quien sabía que cosas más había bajo el árbol de navidad repleto de paquetes coloridos. Estaba realmente sorprendido. Jamás lo habría imaginado. Aurora era increíble.

–¿Qué te ha parecido? ¿Es una pequeña locura todo, no? –Aurora continuó caminando con lentitud por el camino que daba hasta un lago cercano y que Emiliana había insistido que visitaran–. Me recuerdan mucho a nosotros. A todos nosotros cuando niños, ¿lo recuerdas? Cada festividad en que hacíamos travesuras y reíamos sin preocupación alguna, eran días buenos.

–Tienes muchos matices, Aurora Cavalcanti –su voz contenía un profundo respeto–. Me has sorprendido. Realmente, estoy sorprendido.

–¿Por qué? –Aurora clavó sus ojos grises en él– ¿soy una buena persona?

–Bueno, yo no iría tan lejos... –bromeó.

–¡Qué tonto, Christopher! –lo empujó despacio y él la estrechó entre sus brazos con una risita–. Te diría que arruinarás mi vestido si llevara uno.

–Bien, podrías decir que arruinaré tu abrigo –animó él.

–No, no sonaría tan dramático –Aurora giró entre sus brazos. Clavó sus ojos grises en él–. Gracias por acompañarme. Me ha encantado compartirlo contigo.

–No tienes nada que agradecer –murmuró con suavidad. Sus ojos verdes recorrieron el rostro de Aurora y fue de repente consciente de su cercanía. Bajó su cabeza con lentitud mientras atrapaba sus labios en un intenso beso.

Siempre tú (Italia #9)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora