Capítulo 8 - Tiempo pausado

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No hay nada que me resulte más irritante que el tiempo pausado. ¿Qué coño significa eso? Significa que me ponen de los nervios esos momentos en los que quieres seguir hacia delante, alcanzar nuevas metas, besar el cielo, cepillarte a las estrellas... y no puedes. Esa sensación de que podrías llegar a ser "Voldemort" todo poderoso y, de repente, aparece el "Harry popotter" de turno y te transforma en esencia de la nada. Así, sin más, golpeándote con su varita en la cara... Brrrrrr, que imagen más desagradable.

Dolor de cabeza, visión borrosa, mareos... cualquiera podría afirmar que era víctima de la típica resaca adolescente. Tenía el cuerpo entumecido, mis manos cruzadas sobre el pecho cual vampiro (no de Crepúsculo, por dios, yo llevaba camiseta) y me costaba tanto mover los parpados que llegué a pensar que me los habían pegado con Loctite. Cuando las burbujitas negras que nublaban mi visión se fueron disipando, entendí el porqué de mi entumecimiento. Me habían hecho prisionero. ¿Quiénes? Las máquinas. ¿Cuándo? Era más que obvio.

Aprovechándose de mi estado de inconsciencia, los raptores habían hecho honor a su nombre. Me encontraba recluido en una cápsula de cristal flotante, atado de la cabeza a los pies. Literalmente. El orden era cabeza, pecho, cintura, rodillas y tobillos. Todo bien atado con gruesas correas que impedían cualquier tipo de movimiento. Al otro lado del cristal, extraños seres humanoides custodiaban mi celda y mi cuerpo. Me temo que no puedo daros una descripción detallada. Al no poder girar la cabeza, solo percibía, de reojo, formas y colores.

No tardé demasiado en sucumbir a ese calorcito abrumador que sube desde el pecho y te hace retorcerte como si fueras a explotar. Los nervios, la asfixia, la sudoración. Esa incomodidad que nace de la necesidad de rascarse la nariz y no poder, pero multiplicada por infinito. No podía ir a ninguna parte. No había forma de escapar. Estaba obligado a esperar. Condenado a recordar.

Hubo una etapa de mi vida, previa al aislamiento social y precursora del mismo, en la que me había sentido igual de impotente. La verdad es que no han pasado muchos años desde aquello, pero es curioso como uno se puede llegar a acostumbrar tanto a un modo de vida que, al final, siente como si esa fuera la única realidad. Como si hubieras nacido y te hubieran sentado delante del ordenador. No hay ayer, no hay mañana. Es equilibrio, falsa seguridad... como si el tiempo se hubiera pausado solo para ti.

Acababa de terminar mis estudios universitarios. Si, fui a la universidad aunque os pueda parecer imposible. Aquí donde me veis tengo una carrera en algo, y no es en estupidez. En eso tengo un doctorado. Lo dicho, acabé la carrera y, poco después, me aventuré en el mundo laboral, aferrándome al primer clavo ardiente que se me presentó.

¿Resultado? Me encontré en un trabajo sin futuro donde no solo me trataban como a un ignorante, sino que me hacían sentir como si lo fuera. Al igual que en un campo de concentración, me dieron un número y mi nombre pasó a segundo plano. Para ellos era más fácil tratar con números que con personas. Pero claro, ahí estaba la necesidad como cruz y el dinero como aliciente. Ante la pregunta, ¿Lo quieres? Tuve que responder "Si señó".

Todo por lo que había luchado durante los años de carrera se fue perdiendo en el mar de la rutina. Ese fuego innovador que corría por mis venas, las ganas de comerme el mundo, de alcanzar nuevas metas, de besar el cielo y... ¡Joder! Incluso de cepillarte a las estrellas. Todo estaba desapareciendo, arrastrado por la contracorriente forzada de una sociedad capitalista que ansiaba convertirme en un engranaje más de su cochambrosa maquinaria.

Un día, sin previo aviso, un calorcito abrumador, muy similar al que estaba sintiendo en aquel féretro de cristal, se apoderó de mí. Abandoné mi pisito de soltero, presenté mi dimisión en el trabajo y, en menos de veinticuatro horas, había regresado a casa de mi abuela. No tardé en sumergirme en una antigua felicidad infantil. En el pasado había sido un niño asocial, pero aquella sensación de inutilidad inculcada por la sociedad se había arraigado tanto en mi interior que el termino japonés "Hikikomori" cobró vida. Nunca volvería al mundo real. O eso pensaba hasta que llegó el apocalipsis. Ya conocéis el resto de la historia.

Aquella cápsula había resucitado a un viejo conocido que deseaba volver a casa de su abuela para encerrarse, sin volver la vista atrás. Pero esta vez no podía escapar y no había ningún lugar al que regresar. La única opción era avanzar, salir de allí... pero, ¿Cómo iba a avanzar si el tiempo se había pausado? Es como la pescadilla que se muerde la cola, ¿Verdad?

Puede que haya exagerado un poco. En verdad el cautiverio no duró demasiado. Me habían mantenido dormido durante todo el viaje y me despertaron poco antes de liberarme. Pero ya sabéis, cuando la mente humana se encuentra bajo presión la percepción del tiempo y el espacio... Lo que para mí fue una eternidad, lo más seguro es que no llegase a un minuto.

Cuando el pánico dejó un mini-hueco a la cordura, me percaté de que la cápsula estaba viajando a gran velocidad por una serie de túneles subterráneos. De repente, se detuvo con brusquedad y se abrió. Las correas que me sujetaban desaparecieron. Era libre:

· Fase UNO completada — exclamó una voz pregrabada — Se ruega al sujeto su colaboración. Sujeto número UNO-DOS-TRES...

· ¿Cuatro? — pregunté. Al instante noté un fuerte latigazo eléctrico en el cuello

· Se ruega al sujeto su colaboración — repitió —. Sujeto número UNO-DOS-TRES... — hizo una pausa, sentí su burlona mirada sobre mi — CUATRO. Por favor, quítese la ropa, póngase la bata que hay a su derecha y siga el camino de flechas verdes.

Por miedo a recibir otro calambrazo de lo que parecía ser un collar eléctrico para perros, seguí sus indicaciones. Garabateadas en el suelo como por un niño de tres años, una serie de flechas de diferentes colores cubrían los pasillos de aquel lugar. Miles de cámaras controlaban mis pasos al milímetro. Al final del camino, una puerta. Sobre la puerta, un cartel en el que se podía leer "PABELLÓN A" y en letra pequeña "Centro psiquiátrico Happy para gente especial".

Abrí la puerta y crucé al otro lado. Decenas de personas se agruparon delante de mí. Una chica de enormes ojos verdes tomó la iniciativa, alargó su mano y dijo:

· Bienvenido, chico nuevo — tenía una sonrisa preciosa — Soy Sarah — un nombre precioso — Sarah Connor — y estaba loca

La insignificante vida de un cazabotsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora