Capítulo 8. El probador asesino.

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Ir a las tiendas a comprar ropa, cuando sabes seguro que no te va a gustar cómo te queda nada, es sufrir a lo tonto. Yo no me compro ropa grande, me apaño con lo que tengo mientras adelgazo, aunque tenga que ir embutida. Lo malo es cuando tienes una boda. Eso es horroroso. Porque los vestidos de las bodas, ya de antemano, quitados parecen muchísimo más grandes que los que usas habitualmente, y puestos, tienen un montón de capas, que hacen mucho más evidente el sobrepeso. Por no hablar de los colores. Coral, celeste, rosa palo... nada que estilice. Entonces pienso. Como yo no siempre voy a estar así de gorda, no merece la pena gastar una fortuna en un vestido que me va a quedar grande para otra ocasión.

 Me voy a una tienda normal, me compro un básico negro, y le meto complementos en plan árbol de navidad. Ya está, solucionado. Y luego, el vestido ese me puede servir para ir arreglada a sitios, mientras vuelvo a adoptar forma de persona. Me costará más barato, y además, no tendré que soportar a la ansiosa de la vendedora de vestidos caros, que por empaquetarme trescientos euros, me va a dar la brasa hasta que, por no oírla, me tenga que llevar un vestido como la carpa de un circo.

Pues lo malo de esto es que llegas a la tienda. Vas sola, porque prefieres no salir del probador si no te cabe, o si te queda pequeño, o si te hace barriga. No quieres sentir los ojos de tu adorable amiga acompañante clavados en las divisiones que se te marcan por culpa de las bragas. Que no aprendemos, que nunca llevamos las bragas apropiadas cuando nos vamos a probar cosas. Una vez con el vestido puesto, decimos siempre: "esto con unos tacones y unas bragas que no se marquen, quedará mejor". En el fondo es el subconsciente, que nos indica que dejemos algún fleco suelto, para poder echarle la culpa si el vestido nos queda de pena.

Te metes en el probador, con el vestido que tú consideras tu talla. Te quitas la ropa y subes los brazos para metértelo. Ves que la cosa está complicada, pero sigues. Llegas a la altura del pecho, y te das cuenta de que es imposible bajar ni un milímetro más. Sudando ya como un pollo, decides darte por vencida y quitártelo. Pero es que tienes los brazos inmovilizados hacia arriba, el vestido te tapa la cara y no ves dónde está el agujero de la cabeza. Quieres tirar, y no sabes como. Te retuerces como una lombriz, intentando coger con las puntitas de los dedos algún pico que esté a esa altura. Sudas más y se te queda más pegado. Te paras un poco a relajarte, para no hiperventilar, y entonces echas de menos a la dependienta plasta de la tienda de novias, que te hubiera ayudado a salir de ese vestido con todo el amor del mundo, pero ya es tarde. Se te ocurre pedir ayuda, mientras sigues buscando con los dedillos un trozo del que tirar, pero no puedes salir en bragas al pasillo de los probadores, y con los brazos en alto, porque además tienes un montón de pelos en las piernas, y porque sabes fijo que se van a reír de ti. Encuentras el agujero de la cabeza y sacas media cara. Te ves en el espejo, con cara de feto a medio parir, y los pelos de loca, y por fin encuentras la parte de la que vas a tirar hacia arriba. Poco a poco va saliendo, hasta que por fin consigues deshacerte de él. Y claro, ya no te quedan ganas de probarte una talla más. 

En esos casos, es cuando decides volver a mirar bien en el armario, por si encuentras algo que te pueda salvar el pellejo el día de la boda, sin tener que volver al probador asesino. Está claro que la tela que no estira es un suplicio, y la lycra es una horterada. Pues decides al final ponerte un pantalón negro con una blusa, y ya pegarás el pelotazo, cuando se case la más fea de tus amigas, que mientras encuentra novio tienes tú tiempo de adelgazar todo lo que quieras.

Ojalá no tenga yo que ir a una boda en los próximos cinco meses, porque no tengo nada que ponerme.

¡Cómete el bikini!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora