Capítulo 19. Hasta que las sandías críen pelos.

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A mí me parece que algunas veces soy demasiado exigente conmigo misma. Porque cuando vas relacionándote con gente, ves que otras personas no viven su sobrepeso de la misma manera. O que ellas ven la mota en el ojo ajeno, no sé. A mí me han llegado a decir gorda mujeres que, al sentarse, les faltaba silla por los dos lados. Y se quedan ellas tan felices después de joderte el día. A mí me ven gorda, pero ellas no ven lo suyo. A ellas lo que les pasa es que son anchas de cadera. O juntas de muslos. 

Yo es que no puedo con la gente que le dice gorda a otras personas. Ya sabemos todos nuestras características físicas, y a nadie le hace ni puñetera falta que le informen de lo que le sobra. Una vez fui yo a un pueblo, y yendo por la calle, de pronto, sale un señor de una casa. El hombre, más deteriorado no podía estar. Llevaba los pantalones desabrochados y el cinturón abrochado, y exhibía calzoncillos de algodón celeste, de esos que tienen una raja en un lado, lo menos cuatro dedos por encima de la cinturilla del pantalón. Camisa abrochada con solo un botón, y en el ojal que no era, dejando completamente al aire una barriga tipo sandía, absolutamente llena de pelos, rizaditos y con mezcla de canas tiesas como púas. Y, por supuesto, el cerco del sudor debajo de la axila. De los pelos casi mejor ni hablo, solo diré que acababa de despertar de la siesta. Bueno, pues se me pone delante, con esas chanclas abocardadas, que dejaban deslizar más de medio pie por delante, y rozar el suelo de la calle con los dedos, que lucían unas uñas amarillas y bastante largas para mi gusto.

_ A ésta no la conozco_ Le dijo a la persona que me acompañaba, vecina de él de pueblo, mientras me señalaba con su propia barbilla y la miraba a ella. A voces limpias lo dijo, por supuesto.

Nos presentó la mujer, un poco atemorizada por la situación, y el sujeto me plantó los dos besos más asquerosos que he recibido nunca. Con el sudor pegajoso ese de siesta de agosto, y las comisuras blancas, probablemente por el festival de babas que acababa de montar en su sillón de las tumbadas.

Y cuando estaba yo intentando contener las ganas de vomitar, y haciendo lo posible por sonreirle un poco, para no parecer demasiado estúpida, va y le dice a la otra:

_ ¡No veas si está gorda!_ Señalándome otra vez con la barbilla.

Si me llegan a pinchar, no sangro. De manera que yo estaba gorda. Él, que pesaba más de cien kilos, con esa pinta, y con esos modales, se permitió el lujo de decirme gorda a mí. Es que no me lo podía creer. El sujeto desapareció igual que había aparecido. Yo, con los ojos inmóviles, intenté seguir caminando por aquella calle llena de pedruscos, con mis tacones divinos. Dejé caer mi bolso y lo llevé hasta la casa colgando como si fuera la basura. Tan mona que iba yo, con mi pelo perfectamente arreglado, con mi vestido impecable, maquillada, limpia y perfumada. Y que no estaba yo tan gorda, que seguramente pesara la mitad que él. 

Por el camino, con la mirada perdida, pensé que a lo mejor aquello había sido un piropo. Ya se sabe que a la gente de pueblo le gusta la carne, sobre todo a los mayores. Pero es que no me podía creer que ese hombre hubiera sido capaz de decirme gorda a mí. Yo, que pensé que me iba a decir guapa...

Está claro que no se puede ser educada. Yo me quedé muerta, de verdad. Y no fue aquella la primera vez que alguien, evidentemente más desfavorecido físicamente que yo, me hundía en la miseria más absoluta. Tampoco creo que sea la última, aunque ya, la verdad, cada vez me van importando menos cosas. 

Lo que me molesta es que para esas cosas no hay respuesta educada. Podía haberle dicho: "¿Tú te has visto, majo?" Pero es que no merece la pena ni contestar. Yo qué sé. El caso es que, por fortuna, la edad te va enseñando a no hacer caso de nada ni de nadie.

Yo pienso que con la edad no se pierde memoria. Lo que se pierde es interés en las idioteces. Por ejemplo, a mí qué me importa ya cómo se llame nadie, ni a qué se dedique, ni cuándo es su cumpleaños. De adolescente, me sabia de memoria todos los nombres de todos los cantantes, y de todas sus canciones, y las letras de las mismas. Ahora ya, me importa un pepino saberme o no la canción. Yo canto como me apetece a mí, y si quiero, mezclo melodías, canto en inglés inventándome las palabras, y no pasa nada. ¿Qué necesidad tengo yo de tener que aprenderme lo que otro canta? ¿No es para divertirse, eso? Pues yo me divierto como me da la gana. 

No es que se me olviden las cosas, es que no escucho. Que me están hablando y paso totalmente. Me lo noto yo en mi cuerpo que no me interesa lo más mínimo la chorrada que me estén contando. Que se me olvida muchas veces hasta si alguien se ha muerto o no, y cuando me encuentro a quien sea le pregunto por la familia y ya está. Al fin y al cabo, familia tiene todo el mundo. Yo no tengo ya ganas de estar especificando nombres ni nada.

Eso sí, yo al pueblo ese no voy más en la vida, porque como me vuelva a encontrar al de la sandía, me da un infarto. 

¡Cómete el bikini!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora