El príncipe

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La Esclava

Capítulo 1

El Príncipe





El escolta entró hastiado a la cocina de la casa de seguridad del distrito diez.

Una joven vestida de sirvienta lo atendió.

—¡Es una locura allá afuera! —se quejó —¡Demasiadas mujeres gritando!

El hombre jaló una silla y se sentó, mientras la muchacha en completo silencio continuaba con sus labores. Picando verduras que agregaba después a una olla en la estufa.

—¡Gracias a Dios es el último distrito! Pronto podré regresar a casa —decía el escolta mientras tomaba un racimo de uvas y se las comía.

Afuera en los jardines, una multitud de mujeres, se apretujaban bajo las carpas extendidas a lo largo y ancho del jardín, en dónde había viandas de comida y bebidas suficientes para abastecer a un regimiento.

Eran todas aquellas mujeres a las que se refería el escolta, eran las madres cuyas hijas casaderas aspiraban a ser elegidas para competir por un lugar en la corte del príncipe Erickson.

Solo se escogería una de cada sector y aquel era el último distrito que faltaba y por ser el más pobre, muchos pensaron que no serían tomadas en cuenta.

Diez chicas serían llevadas a vivir al palacio qué se encontraba en el primer distrito, en la región central del país, y una vez allí competirían por ganar el amor del príncipe.

Todas las aspirantes que hacían fila afuera echando cientos de papelitos con sus nombres en una urna, tenían entre dieciocho y veinticuatro años de edad y todas pertenecían al sector más pobre de Miralmar. Muchas de ellas habían sido esclavizadas durante el régimen del general Ambrose y aquella oportunidad única de ser elegidas para salir de su pobreza era gratificante.

—¿Ya has echado tu nombre a la urna? —le preguntó el escolta a la sirvienta mientras esta le servía su comida.

—No, señor. Yo no participaré —la joven continuó con sus quehaceres mientras más sirvientes vestidos de negro y blanco entraban y salían de la cocina cargados de viandas con frutas y agua fresca.

El escolta inspeccionaba cada movimiento de la muchacha y se fijo que en sus manos no tenia ningún anillo, aunque en un distrito tan pobre cómo aquel, no significaba qué no tuviera a alguien.

—¿Estás casada? —preguntó finalmente.

—No.

Una campanada repiqueteo por todo el caserío, eran las doce en punto, medio día, y la hora en que la muchacha salía a comer.

Todos los sirvientes tenían un horario específico para tomar sus tres descansos.

El primero era a las diez de la mañana con una duración de quince minutos. La hora del almuerzo variaba para todos respecto el área en la qué trabajaban, las mucamas y los encargados de la cocina comían a las doce, los jardineros y los guardias se rotaban para comer, unos a la una de la tarde otros a las dos.
Pero aquel día, con la llegada del príncipe y su séquito. Los horarios variarían bastante.

Había demasiada gente y muy pocos sirvientes para atenderlos a todos.

Afortunadamente, para Kerena, ella no fue rotada en está ocasión,su trabajo en la cocina fue exactamente igual que el de cualquier otro día.

Se quitó la cofia blanca y el mandil,se sirvió su porción de comida y se sentó a la mesa junto con el escolta, mientras sus demás compañeros continuaban con sus labores.

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