XIV

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     Llegué a mis nuevos aposentos, me deshice de todas las sábanas blancas que cubrían los muebles de la casa y cuadros. Limpié el polvo y abrí las ventanas, preparé el té y me senté en la mesa de la cocina. Bebí de él y lo coloqué en la mesa de nuevo, miré por la ventana y vi un ave negra pasar y dar varias vueltas. Llevé la mirada a mi taza de té y está ya no estaba allí, sonreí.

— ¿Crees que aún tengo miedo?—dije alzando la mirada y encontrándome con el incubo.

     Tenía la piel quemada, su ropa y cabello, de él aún salía humo. Bebió sutil de la taza, su aspecto era aterrador, macabro, pero era algo que no me atormentaba, me mantenía sin transcendencia al verle. Bajó la taza y la dejó en el pequeño plato.

—Pensaste que te librarías de mí tan fácil—musitó—, pero esto no ha logrado nada, aún sigo aquí.

—Lo sé, nunca te irás, pero no te temeré.

—Nos encontraremos cuando tus días se nublen, el corazón te duela y las lágrimas se desborden porque tu alma es mi hogar—finalizó levantando su mirada hacia mí.

—Te equivocas... tu casa murió, quedaste fuera aunque logres entrar, aquí no perteneces nunca más.

     Este empezó a desvanecerse como si de papel quemado se tratase, saliendo disparado por la ventana, volando como desechos que se lleva el viento. En el fondo sabía que no se iría tan fácil, pero no había temor alguno porque volviese.

     Fui a la sala, me senté en el sofá y en un vaso de vidrio cinco cubos de hielo eché, un poco de whisky dejé caer en él y a mis labios lo llevé. Dejando que pasase por mi boca, a mi esófago, directo a mi estómago y después a mis riñones. Vi el silencio de mi compañía, había perdido una ilusión, a mi amor. Perfectamente sabía que de amor no me iba a morir, pero podía ser por la soledad. Tomé la pluma y redacté un poema, las gotas caían poco a poco hasta caer el fuerte aguacero. Mi amado había muerto, y no lograba recordar su rostro, su nombre y el hecho de amarle tanto. 

     Era la única razón de vida o felicidad, pero ahora que había muerto sabía que no era así, solo era un esclavo de la soledad y que mi árbol frondoso y reluciente, estaba dolido y vivía afligido. Había tomado las riendas de este camino que no sería fácil, sin su amor me encontraba perdido, y mi único perdón era la muerte. 

     Dormí esa noche, y soñé junto a él. Recorría cada centímetro de su piel, el mundo giraba sin ninguna dificultad y su corazón no latía como la primera vez, no vía su rostro, solo oía sus risas y admiraba su silueta, mientras corríamos a las orillas del mar, y nuestros pies sentían la humedad de la tierra y las olas que rompían en la orilla lograban tocar nuestros pies. No había nadie más que nosotros y un atardecer de oro sólido que moría a lo lejos del mar. Después de ti no había nada, solo todo esto que no serviría de mucho. Viviendo en todo para realmente despertar en la nada. Sólo vivía en mis recuerdos. 

25 DE NOVIEMBREDonde viven las historias. Descúbrelo ahora