C a p i t u l o 4

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Max llevaba 18 años tragandose quién era. Estaba obligado a hacer un puño con sus emociones hasta que estas fueran cenizas del fuego que quemaba en su interior.  A los quince años, cuando su cuerpo ya había cambiado lo suficiente y su voz se había vuelto más grave; una angustia lo había llevado a su propio infierno mental. No queria salir, no queria verse, no quería sentirse. Sus padres, preocupados, intentaban comprarle nuevos objetos, chucherias materiales que llenaran el vacío en su corazón. Pero solo lograron agrandarlo, porque aquellas cosas estaban diseñadas socialmente para el niño promedio.

Consiguió salir de sus sentimientos lastimeros un día mágico en el que vio en internet una hermosa falda color pastel y decidió que había sido creada para él. Mordiendo sus uñas hasta las cutículas, compró aquella prenda. Ese fue el inicio para Max, o como le gustaría ser llamado, Maxie.

Comenzó a trabajar los Martes, Jueves y Sábados en una pequeña cafeteria por las tardes. Le proporcionaba el sueldo suficiente para comprar ropa que jamás podría pedirles a sus padres y junto a las propinas, algún que otro accesorio o maquillaje. Esos momentos donde cerraba con llave la puerta y se volvía ella, se sentía completo, vivaz, extasiado.

Se observó una vez más en el espejo. La falda negra con una lluvia de estrellas se cernía a sus caderas y caía para cubrirle los muslos. Un top gris estaba rellenado por medias dentro se un sostén negro, simulando unos pequeños pero voluptuosos senos. Acarició la piel descubierta y se admiró una vez más. Le quedaba asombroso y él lo sabia. Porque sí, porque sabía que como niña era preciosa. Su peluca color celeste pastel estaba peinada en dos pequeñas trenzas que se anudaban por detrás de su cabeza, con el resto del cabello artificial suelto cayendo hasta llegar a su espalda baja.

Un sonido en la puerta lo hizo sobresaltar.

-Max, hijo, la cena está lista- su madre daba leves golpes a la puerta.

A Max se le paró el corazón al instante, un frío congelando su espina dorsal y erizando su piel.

Corrió a paso apresurado, tirando todo el maquillaje de manera descuidada en el cajón, las prendas siendo sacadas con brusquedad y arrojadas dentro del armario. Cerró como pudo y ocultó los zapatos de tacón debajo de su cama. Con toallas húmedas, sacó el leve maquillaje de su jovial rostro. Tomó una bata de seda color vino y la sujeto de forma desprolija. Su madre insistía con golpes en la puerta, intentando abrir de vez en cuando al no recibir respuesta.

-Mamá- Max estaba levemente agitado, dibujó una sonrisa cuando su madre dio un respingo.

-Por el ángel, Max. Me asustaste- llevó una mano a su pecho, la sonrisa creciendo.- ¿Estabas durmiendo?

-S-si. Pero iré a cenar, vamos.

En el comedor, los tres comían con lentitud y el mormullo de la televisión se escuchaba a lo lejos rompiendo con el silencio cortante. Ninguno hablaba. A Max se le atoraba la comida en cada bocado, pensando en cómo se había salvado de no ser descubierto. Sus padres, por otra parte, no dirigian miradas entre ellos, disfrutando la comida caliente de sus platos.

Maryse se levantó de la mesa, aparentemente preocupada por haber olvidado hacer algo. Max la siguió con la mirada y observó como juntaba un canasto color crema, el que usaba para recoger las ropas sucias. Robert la observó de soslayo y volvió a su comida. Aclaró su garganta, en un intento por llamar la atención de su hijo menor.

-Creo que olvidó juntar la ropa sucia de las habitaciones.- Max asintió hundido en sus asuntos.

Le tomó cinco segundos recapitular las palabras de su padre. Saltó de su silla descuidadamente y corrió escaleras arriba.

Metamorfosis de piel [sin editar]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora