La nieve formaba dibujos bajo sus zapatos, patrones continuos que marcaban su camino a casa. Mantenía la cabeza gacha y escondía la mitad de ésta dentro de su bufanda carmín; su palidez resaltaba cuando sus mejillas y nariz se tornaban escarlata por el gélido ambiente.
Maxwell Lightwood amaba el frío. Se sentía cómodo bajo capaz de ropa que ocultaran su cuerpo delgado, el hecho de que las personas estaban de peor humor y no parecían percatarse de su existencia, volviéndolo satisfactoriamente invisible ante sus ojos. Una parte de él se decía que amaba el frío porque así era como su interior se sentía.
Llegó hasta su casa: una exagerada estructura de color hueso, con pilares gruesos sosteniendo una galería, arbustos frondosos y un césped cortado al raz.
No sonrió al llegar, no se sintió en su hogar. Aún si su madre le había besado la mejilla sonriendo y su padre había palmeado su hombro, Max no se sentía como en casa. El peso de una mentira cargaba en sus hombros kilos de amargura.
La habitación de Max era lo más cercano que él podía considerar un hogar. Solitario, decorado a su semejanza, cerrado y pequeño. Respiró hondo al entrar, cerrando con llave para obtener algo de privacidad en esa mordaz edificación.
Las parades de su cuarto estaban pintadas de un azul claro profundo desnivelado, le causaba paz el imaginar que aquellas eran un cielo, una bella extensión en su propia habitación. Su cama siempre estaba bien tendida, las mantas blancas la cubrían a la perfeccion. Un ropero lo suficientemente grande para poder acomodar sus prendas, y esconderlas también. La luz tenue iluminaba el diámetro con delicadeza.
Se despojó de su atuendo, sintiendo un frescor chocando de lleno en su dermis. Un espamo lo recorrió desde su espina hasta sus cabellos de alquitrán. Caminó con pereza hasta las puertas del macizo armario, tocando con las yemas de sus dedos las ropas clasificadas por color.
De nuevo ese peso cayó sobre sus hombros. El de la decepción de no ser como debería, el de la rabia por haber sido obligado a caminar por el mundo con algo que no le pertenecía. Sujetó con fuerza las perchas de su armario y las arrojó con furia al piso. Las pisoteó, y rasgó algunas de ellas con pesar mientras las lagrimas descendían en sus febriles mejillas. Se odiaba tanto que le quemaba cada fibra de músculo.
Su madre tocó a su puerta con preocupación, él la tranquilizó al instante detrás de la puerta insistiendo que solo jugaba con una voz simpática y gentil. Ella, creyendo por completo el tono de voz que Max había ulizado, lo volvió a dejar en soledad.
Caminó frente al espejo, sollozando mientras intentaba recuperar el aliento. Su reflejo se veía roto en el agrietado cristal que había destruido semanas atrás en otro ataque de vasania hacia sí mismo.
Se fijó en todo lo que pudo. Desde sus piernas musculadas, la delicada "v" que se formaba en su vientre bajo, su plano torzo, su espalda ancha y hombros fuertes, hasta la maldita manzaba de Adán.
Horrible. Se veía a sí mismo horrible.
Y es que no podía comprender como había aguantado dieciocho años en una jaula como esa, donde no sabia como aceptarse para sentirse libre.
Podía soportarlo, se lo había repetido tantas veces para poder convencerse a sí mismo. Sin embargo, había días en la que se ahogaba y no podía respirar. La vergüenza se adentraba en sus poros, los vellos de su cuerpo adolescente se erizaban, una capa de sudor cubría su piel por el esfuerzo.
Calmó el aire que entraba y salía de manera furiosa por sus pulmones, le ardia la cavidad abdominal como un fuego esparciendo en sus órganos. No pudo más, la espera lo mataba lentamente. Era un suicido disimulado al que se sometía día a día. Uno dónde Max moría para que ella viviera.
Sacó con cuidado la madera que pertenecía al armario revelando debajo pares de prendas perfectamente dobladas. Un jabón con la forma de corazón estaba encima de los trajes, proporcionando un aroma de rosas que él tanto amaba oler. Era su medicina, aquel perfume a rosedal color vino inundando sus fosas nasales, limpiando la mugre que sentía que crecía en su interior.
Tomó una de las prendas. Un vestido azul, llegaba unos centímetros arriba de la rodilla, con la espalda descubierta, y una diminuta capa de marinerito atada en la zona de la nuca. Sonrió con euforia, era precioso. Una de sus últimas adquisiciones. Recogió también unos zapatos de charol de color azul, y unas medias blancas que cubrian hasta sus muslos. Con fervor se vistió, sin abandonar la sonrisa extendida.
Se sentó frente a su tocador sacando del cajón, que cerraba precavidamente con llave, varios sets de maquillaje. Colocó sombras en color crema, se aplicó rubor con delicadeza para que sus mejillas parecieran manzanas apetecibles, y puso una diadema en su cabello.
Dio un último suspiro, tragándose consigo lo último de Max.
Se observó en el espejo. Dio saltitos en el lugar, con el júbilo irradiando de él.
-Te ves hermosa, Maxie. - Y con ese halago, pudo pretender ser ella misma de nuevo.
ADVERTENCIA.
Hola. Si estás leyendo por primera vez este fanfic quiero que sepas algo. Esta historia se basa en el desarrollo del personaje, de cada uno de ellos, pero sobre todo de Maxie. Hay lgbtfobia internalizada, uso indebido de términos, generalidades y esteriotipos que lentamente se desconstruyen desde la perspectiva del personaje porque la idea es que cada lector vaya creciendo junto a ella hasta que logra aceptarse. No tomen en cuenta como algo que yo pienso o digo. Esto es sobre el desarrollo de cada uno de ellos, sobre informar de una manera distinta.
Espero disfruten y gracias por leer.
L.x
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Metamorfosis de piel [sin editar]
FanficAlexander y Magnus Lightwood-Bane están felizmente casados hace más de veinte años pero nadie les advirtió que ser padres iba a ser totalmente diferente a una vida de esposos, sobre todo cuando sus tres hijos ya no eran niños pequeños sino adolescen...