PARTE 37

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Ahí estaba.

Tan preocupado. Con su ceño fruncido en exceso. Gritando.

Me gritaba que despertara. Que abriera los ojos de una maldita vez y le sostuviera la mirada. Que despertara de una jodida vez.

Alargué la mano y le acaricié el rostro. Él me sostuvo la mano entre las suyas y me la rozó suavemente por su mejilla.

Pero estaba enfadado. Sabía que lo estaba. Y era de lo más normal.

Yo solo logré esbozar una pequeña débil sonrisa mientras escuchaba su regañina:

-¿¿¡¡PERO  EN QUÉ DEMONIOS ESTABAS PENSANDO??!! ¿¿ESTÁS LOCA?? ¿¿¡¡TIENES IDEA ALGUNA DE LO INÚTIL QUE ME HE SENTIDO??!! ¿¿¡¡POR QUÉ, MARGARET, POR QUÉ??!!

No dije nada. Mantuve el silencio. Pues tenía razón, tenía todo el derecho del mundo a estar enfadado y gritarme de esa forma, tenía hasta el derecho de odiarme por haber cometido la famosa estupidez de la que siempre habíamos hablado, la famosa estupidez que habíamos decidido prohibir. Y ahí estuve yo, como estúpida, cometiendo la falta grave, saltándome las normas, no haciendo caso alguno a nuestra prohibición. Pero, tanto él como yo, éramos conscientes de que él jamás sería capaz de odiarme, y viceversa. Yo sabía que lo único que a él le importaba en aquellos momentos era que abriera los ojos y que me encontrara, por así decirlo, bien. Simplemente, a salvo de la muerte.

Por un instante, su rostro pareció suavizarse con una firmeza encantadora. Tal vez, ahora que me había decidido a abrir los ojos y me tenía en sus brazos de nuevo, no quería desperdiciar tal eufórico momento echándome una regañina. Y, la verdad, se lo agradecí; solo quería irme de allí de una vez, superar lo que acababa de pasar, seguir con mi vida, envejecer... a su lado. Todo a su lado.  Y era mi decisión.

Delicadamente, hundió una dulce mano por entre mi pelo y, sosteniéndome la nuca con sumo cuidado, incorporó la mayor parte de mi cuerpo, de modo que mi cabeza ya no quedaba en contacto con la húmeda y fría arena. Acercó su rostro al mío lentamente, tal vez me veía tan frágil e indefensa en aquellos momentos que temía hacerme daño con cualquier movimiento, por muy lento que fuera. Y, sosteniéndome las mejillas en ambas manos, me estampó un enrabietado pero cálido beso en los labios. No fue un beso largo, tampoco demasiado corto, era un beso de reencuentro. Era un beso de "Por favor, no te vayas. Quédate. Quédate conmigo". Era un beso lleno de deseo e impotencia. Impotencia al pensar en lo sucedido y sentir un "Joder, casi te pierdo". Y cariño, mucho cariño.

Sonreí durante el beso, y por unos instantes olvidé todo lo sucedido y sólo me centré en aquel momento tan perfecto.

Hasta que dejé de notar la calidez de sus labios contra los míos. Abrí los ojos de golpe, alarmada. Y comprobé con total fastidio su ausencia.

Comprendí su huida, pues un hombre mayor se acercaba con una velocidad de espanto hacia mi persona, arrancándose rápidamente la gabardina de poliéster marrón de los hombros. Y a pesar de repetirle tropecientas veces que me encontraba bien, insistió en llevarme a casa, y me obligó a mantener su prenda bien amarrada al cuerpo.

-No me agradaría que murieras de hipotermia, jovencita.- Me decía.

Impactantemente, le hice caso. Me ceñí la prenda de ropa marrón todavía más al cuerpo. La verdad, tenía frío.

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