PARTE 39

22 6 0
                                    

-¿Estás segura de esto?

-Lo estoy, Derek. Deja de preguntarme. No voy a cambiar de opinión.

Él puso los ojos en blanco mientras le decía indirectamente que era un pesado, pero me cogió por la cintura con aire dulce.
Comenzó a tirar de mi levemente. Después, se detuvo con brusquedad.

-Marga, no sé si esto es buena id...

-Calla. -Le dije divertida, apuntándole  con un dedo. - Y hazlo de una vez.

Él no volvió a rechistar. Pero sabía que no quería hacerlo de ninguna manera, pues yo también era consciente de que aquella aventura era de lo más peligrosa.

Pero, y ahora que podíamos... ¿Por qué no probar?

El cielo aquella mañana parecía un poema: estaba ligeramente chispeado por círculos de algodón coloreados de cientos de preciosas témperas.
Los pájaros danzaban a sus anchas por entre las corrientes de aire, realizando bonitas piruetas alrededor de las nubes.

El mar lucía espectacularmente brillante, como si alguien se hubiera dedicado a arrojarle miles de botes de purpurina plateada.
El reflejo del Sol hacía mella por entre las olas cubiertas de espuma enrevesada, tan blancas como la densa nieve.
Y, surcando velozmente las aguas, se podía distinguir un diminuto banco de peces del color del cielo.

Me giré en dirección a Derek, que todavía no había dejado de sujetarme la cintura con gran firmeza.
Sus ojos mostraban la preocupación que sentía en aquellos instantes, el miedo, y la inseguridad. Pero, tanto él como yo sabíamos que un sentimiento de ilusión iba floreciendo en él poco a poco.

-Vamos. Va a ser divertido. - Intenté convencerle, entusiasmada. - Estoy segura de que, si no lo haces, vas a arrepentirte al segundo.

Vaciló unos momentos más, pero sabía que ya lo había motivado del todo. Lo conocía de sobra.

Entonces, noté como su agarre se volvía mucho más fiero, reforzado, mucho más fuerte. Y la presión en mi cintura aumentó.

Mi mirada se posó bajo mis pies y, observé con exhaustivo asombro como mis pies se despegaban lentamente del suelo y mi cuerpo quedaba perfectamente sumido en el aire.

¡Estaba volando!

Desde arriba, el paisaje se veía muchísimo más vivo.
El mar y el cielo se imponían sobre mi persona de sobremanera, y me hacía imaginar que poseía la libertad de un pájaro, que mi espalda había quedado adornada por finas y ligeras alas de color dorado.

Grité. Grité como hacia tiempo que no gritaba. Pero no por miedo, ni por inseguridad, ni por llamar la atención, no. Gritaba por el chute de adrenalina que había empezado a sufrir mi cuerpo hacia unos instantes, desde que mis pies dejaron de tocar la tierra húmeda del borde del acantilado por el que me lancé tiempo atrás.

Me sentía viva. Más viva que nunca.

Y entonces, mientras levantaba la mirada y observaba con suma atención la expresión concentrada del ser que me tenía fuertemente agarrada, comprendí el motivo por el que me sentía más viva que nunca.

Sabía que él jamás se atrevería a soltarme y dejarme caer al vacío, por el que ya caí una vez.
Me tenía tan bien sujeta que hasta me hacía daño.

Me lo tomé como una metáfora.

Entre Dos Almas  Donde viven las historias. Descúbrelo ahora