PARTE 40

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Para cuando volví a abrir los ojos, me di cuenta de que la flojera no había renunciado a perseguirme el resto de días que me quedaban.
Mis huesos chirriaban con tales ruidos desagradables que podrían asemejarse a los de unas cien bisagras viejas y destrozadas a la vez. Daba la sensación de que, de un momento a otro, los ligamentos se me fueran a quebrar asi porque sí, y mis piernas no tuvieran más remedio que hacer de columpio humano.

Ni siquiera era capaz de incorporar mi cuerpo lo sufiente como para que mis piernas pudieran quedar al borde de la cama, pues el dolor de columna vertebral era insoportable.

Por supuesto, tenía ayuda. Más que ayuda: Derek no dudó en sujetarme cuidadosamente por los codos y elevarme lentamente con ayuda de su inhumana fuerza.

Exhalé un suspiro, y una lágrima rodó por mi mejilla.
Ni siquiera sabía por qué lloraba. Simplemente, mis ojos se sentían en la necesidad de quedar limpios y fuera del riesgo de microbios.

Mi boca había quedado extremadamente seca. Tal vez por haber dormido con la mandíbula literalmente desencajada. Sentía el sabor a hierro de la sangre provocada por las numerosas yagas, en carne viva, que mi boca ya había comenzado a sufrir hacía poco.

Mis manos se sentían resecas, sin vida. Como si las hubiera mantenido en agua por mucho tiempo.

Caminé con pasos cansados y muy lentos, casi arrastrando los pies por la alfombrilla de piel marrón, hacia el espejo de la habitación, que estaba colocado justo detrás de una puerta de madera del color de la nieve.

Me miré en él.

Y entonces comprendí el motivo por el cual me pesaba tanto el cuerpo, el motivo por el cual mis huesos se habían tornado repentinamente de un material parecido al plomo (por no decir el mismo), comprendí mi insoportable dolor de espalda, y mi desastrosa mandíbula seca y totalmente desencajada. Mis lágrimas sin motivo, la excesiva ayuda de Derek, y su cara de resentimiento y preocupación.

Era consciente de que, la mujer mayor, la mujer anciana, de pelo estropeado y blanco, piel arrugada, ojeras como moretones causadas por el insomnio de dolores musculares, huesos deteriorados por la edad...  La mujer que se reflejaba en aquel espejo amplio y alargado era, sin más ni menos, aquella chica que ayer se lanzó desde un acantilado por conseguir el amor eterno del ser de otro mundo contrario al suyo, del que se había enamorado perdidamente, casi sin reparar en ello. Casi sin darse cuenta.

El tiempo avanzaba a una velocidad de locos. Jamás hubiera llegado a imaginarme que, al quedarme dormida y al volver a despertar, en un abrir y cerrar de ojos, el tiempo hubiera hecho de las suyas,

se hubiera tragado de golpe setenta años.

Y, con ellos, mi corazón al fin hubiera quedado dormido eternamente.

En paz.


Entre Dos Almas  Donde viven las historias. Descúbrelo ahora