Capítulo 41: Revelación

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Dos días después de que los jóvenes empiecen con su entrenamiento con armas a distancias y equitación, William va despreocupado al pabellón de medicina de las FASV, para encontrarse con la no tan agradable sorpresa, de que tiene que dejar de utilizar las vendas y los ungüentos que usa en su tratamiento; su herida ya está completamente cerrada, dejando tras de sí una prominente cicatriz. Antes de partir, Sofía le da un extenso sermón al joven rubio, advirtiéndole sobre las penurias que muy probablemente vivirá en los siguiente días; escucha atentamente y se marcha.

A la mañana siguiente, empieza el martirio. William desde su cama, se retuerce de dolor e incomodidad; tiene fuertes dolores de cabeza, malestares estomacales, mareos, ansiedad y un dolor muscular que se agudiza en la cicatriz. Es tal la punzada, que siente como si le incrustasen un cuchillo imbuido en ácido en la pierna. Mientras William se retuerce de dolor, alguien toca la puerta reiteradas veces la puerta de su habitación.

—¿Will, estás bien? —pregunta George, desde las afueras de la habitación, casi en la sala común; no recibe respuesta—. William, contesta. Puedo escucharte —alega el joven con preocupación. Sin pensárselo mucho más, empuja la puerta con fuerza, abriéndola forzosamente. Cuando ve a su amigo en su estado actual, se acerca haciendo conjeturas para sentar al mismo.

—Vas a tener que arreglar esa puerta —alega satírico, intentando ocultar su estado actual.

—¿Volvió a abrirse la herida? Tienes que ir con la doctora Sofía, de inmediato.

—Dudo que eso sea posible, dado que ya cicatrizó... —dice William, a la vez que intenta sentarse en su cama respirando profundo—. Es el síndrome de abstinencia

—¿No deberías estar teniendo síntomas como ansiedad, nerviosismo o cosas así? —pregunta George, ampliamente confundido. El herido cierra los ojos intentando concentrarse; a la par, su respiración se va calmando.

—No sé si ella les llegó a explicar en qué consiste esta parte de mi tratamiento, pero básicamente tendré que lidiar con esto en soledad, sin el apoyo del pabellón médico de aquí —George se muestra extrañado.

—Algo nos dijo al respecto, pero no sabía que implicaría un dolor físico del cual no se harían responsables

—Acompáñame a la biblioteca —pide William, prestando nula atención a las quejas de su amigo—. Recuerdo que Sofía mencionó que por muy real que pareciera, sigue siendo el efecto de una droga; ergo, si puedo concentrarme en otra cosa y olvidarme del síndrome, no será más que un agudo dolor de cabeza.

—William... La mitad de las cosas que dijiste, no tienen ni el menor sentido —William se intenta levantar, preocupando aun más a George.

—¿Me vas a ayudar o qué?

George suspira, tuerce los ojos y se decide a acompañar a su amigo. La biblioteca pública no está especialmente lejos del castillo de las Fuerzas Armadas, pero el paso ralentizado de William, hace que tarden más de lo pensado. Cuando están a las puertas del lugar, ambos jóvenes se sobresaltan al ver semejante edificación, la cual parece no tener final. La exaltación es generada por un grupo de enormes estanterías llenas de libros y documentos; el tamaño de las mismas es tal, que para acceder a las zonas más altas, se necesita de unas largas escaleras de madera; el lugar está iluminado por unos cristales transparentes enlazados al techo asemejando la forma de una telaraña, dotando a la biblioteca de una muy notable luz natural. Ambos reclutas terminan de entrar; George deja a William sentado en uno de los mesones, e inmediatamente le hace entrega de unos cinco libros que ha tomado al azar de distintas bibliotecas; se sienta al frente del joven rubio.

—Tengo que recordarte que esto parece mas bien una excusa para venir aquí, pero creo que funciona —comenta George, después de que William tome un libro al azar con desesperación para empezar a leerlo—. Entonces, ¿ahora qué?

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