No pienses en el mañana

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Han pasado cerca de veinte años desde que tuve una conversación que cambiaría mi vida. Veinte años desde que aquel niño entró en mi oficina y me contó, quizá, la más fantástica historia que oiré. Una historia que ha estado fijada en mi mente por todos estos años. Claro, no creí nada de ello, pero ahora, luego de tanto, luego de la vida que he vivido desde esa conversación, no puedo sino revivir ese día con remordimiento y, finalmente, miedo.

En ese entonces era rector de una escuela primaria en Northamptonshire, a solo unos seis años de retirarme. Un niño llamado Cristian fue enviado a mi oficina por encerrar otros dos estudiantes en el armario de la sala de computación, donde también guardábamos el equipo para las clases de ciencias que se impartían en la escuela. Lo conocía, sabía que era buen alumno, por un tiempo tuvo un puesto en el consejo estudiantil. Siempre me había parecido muy listo y un tanto retraído. No tanto ese día. Estaba haciendo un gran escándalo, según recuerdo, por querer venir a hablar conmigo.

—No está bien, esto no está bien —repetía una y otra vez en lo que Julia, su profesora, prácticamente lo traía a cuestas. Ella me explicó la situación y luego salió para retomar su clase. Recuerdo que me quedé en silencio observándolo desde mi escritorio, la mirada severa que reservaba para situaciones como esta en mi rostro. Una y otra vez, decía: «Esto no está bien; no se supone que pasaría de esta manera».

Se veía extraño, muy alterado, aunque no en la medida que se esperaría de un niño de diez años que es enviado a la oficina del rector. Sus ojos se precipitaban de un lado a otro, como muchas veces habían hecho los míos al ser abordado por un mar de ideas. Eventualmente, le hablé.

—Cristian, esto es muy decepcionante.

Me hizo poco caso y siguió repitiendo las mismas palabras, poniendo su mirada en esto y aquello, luciendo totalmente confundido.

—Cristian. Cristian. Mírame cuando te hablo… ¡Cristian!

Recuerdo que levanté mi voz casi tanto como al nivel de un grito al pronunciar su nombre esa última vez, algo que rara vez hacía. Sus ojos se concentraron en los míos y guardó silencio. Esperaba verlos cubrirse en lágrimas; hacer llorar a un niño es una cosa terrible, por lo que empecé de nuevo con un tono más sereno:

—Es decepcionante tener que verte aq…

—Mire, algo salió mal en algún lado. No se suponía que esto sucediese.

Estaba impresionado por su interrupción, pero lo que me desconcertó, lo que me dejó sin palabras por esos momentos en los que él hablaba, fue la forma en que lo hacía. Su voz era la de un niño pequeño, seguro, pero como si estuviera bajo el control de alguien mucho mayor. Sus enunciaciones eran claras y precisas, y su tono era de alguna manera serio y maduro.

—Solo necesito pensar por un segundo, puedo resolver esto. Solo necesito pensar.

Su mirada volvió a desviarse. Ya había encontrado mi voz para entonces.

—Cuento con que se me escuche cuando estoy hablando, Cristian. No me interrumpas cuando lo haga.

Sus ojos se enfocaron en mí de nuevo y habló antes de que pudiera continuar.

—Claro, claro, está bien. Mire, solo deme cinco minutos para hablar, ¿sí? Cinco minutos, es todo lo que pido.

No estoy seguro de qué me hizo hacerlo, seguramente la peculiaridad de toda la situación hasta ese punto. Me recliné en mi silla, tomé una pipa del cajón superior de mi escritorio y comencé a rellenar su extremo con tabaco, pues aún era permitido fumar en lugares cerrados en Gran Bretaña.

—Cinco minutos.

Encendí la pipa y coloqué la punta en mi boca, haciéndole un ademán para que tomara asiento en la silla frente al escritorio. Lo hizo, y lo dejé hablar.

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