Hace 10 años enseñé escritura creativa

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Justo al salir de la universidad, acepté trabajar enseñando en un pueblo pequeño en Wisconsin central. En mi clase de escritura creativa para los estudiantes de décimo grado, les asigné un ejercicio de flash fiction cerca de Halloween. Habíamos estudiado las leyendas urbanas y el folclor, y era el turno de los estudiantes para construir historias propias.

Tamaño asignado: de cien a mil palabras. Instrucciones: asustarme.

La calidad de las entregas fue la que había anticipado; eran estudiantes de secundaria, después de todo. Pero una historia destacó a la mitad de la pila de papeles: una pieza por un estudiante llamado Jake. Su flash fiction en primera persona se sentía tan verídico… como si hubiese sido sumergido en realidad. Quizá demasiado. Casi como si no lo estuviera inventando, y estuviera relatando algo que le sucedió. Lo hice a un lado, impresionado.

La entrega de Kate fue el último papel en la pila. Recuerdo mi experiencia lectora vívidamente: las gotas de sudor que se acumulaban alrededor de mis sienes, el chasquido del botón del lápiz en mi mano, y una extraña sensación de temor en la cavidad de mi estómago. La coloqué encima de la historia de Jake, y pensé: «¿Qué mierda voy a hacer?».

Aún tengo las fotocopias de las historias originales, y me pregunto, con frecuencia, por qué es que las conservo. Pero existe algo en ellas —están tan interconectadas, y poseen una cualidad tan cruda y hermosa—. Tengo una afinidad fuerte hacia la escritura interesante de los estudiantes, y sería una lástima dejar que las llamas de estas historias se extinguieran.

Compartiré aquí mismo las piezas de los estudiantes, y los eventos subsecuentes que transpiraron. En verdad disfruto de una buena historia.

Flash fiction de Jake

Mis padres pusieron a la abuela Rosie en un asilo cuando comenzó a «perder la noción de la realidad», según dijeron. Me pareció cruel. Pero ella se veía contenta. Lo suficientemente contenta, supongo.

Recuerdo haberla visitado. Tenía una mecedora de madera vieja que estaba encarando a la ventana. Afuera, no había más que campos planos de verde. El verde acababa desvaneciéndose, y, cuando nevaba, eran alfombras de blanco a lo largo de kilómetros y kilómetros. No estoy seguro de cuál temporada le gustaba más a la abuela Rosie. No hablaba mucho. En su mayoría, escuchaba su radio, y siempre una estación: la 89.1.

Pero la 89.1 nunca tenía señal. Siempre estaba en estática. Todo el día, la abuela Rosie escuchaba esta estática, aparentemente esperando a que su vida caducara. Nadie podía llegarle.

La visité un día para dejarle una caja de chocolates. La abuela Rosie se mecía lentamente en su silla con unos audífonos grandes sobre sus orejas, observando por la ventana, mirando la nevada. No podía discernir si ella sabía que yo estaba ahí. Me acerqué y coloque los chocolates en una mesa pequeña, y su mano se extendió de súbito y me agarró la muñeca.

—Shhh —murmuró—. Escucha.

La abuela Rosie se inclinó hacia mí y colocó mi oreja junto a la suya. Levanté uno de sus auriculares y escuché. Solo había estática.

Estuve a punto de hablar, pero cubrió mi boca con su mano.

—Presta más atención —dijo.

Lo hice, pero lo único que pude escuchar fue más estática.

—Muy pronto, ellos vendrán —dijo—. Vendrán para llevarme.

Esto me asustó un poco y me fui a casa. Les dije a mi mamá y mi papá lo que pasó, pero ellos no creyeron que fuera tan raro.

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