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Esta vez es solo uno ya que actualizaré mis tres fics a un tiempo. Cuesta creer que ya esté en este momento. <3


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Sobrevivir. Ese era el objetivo de Finnick Odair al convertirse en un profesional. Sobrevivir, ser valiente, fuerte, al igual que él.

Sean Kingsley.

Es lo que me confiesa la que fue su adiestradora y mentora, Mags, de la cual sé que viene la habilidad de tejer redes de Finnick. Porque ella, antes de ser vencedora, era tejedora de redes, al igual que lo es el padre de Roy.

La cual responde paciente a mis preguntas, a mi inquietud por el chico desde que sus padres murieron en un horrendo accidente, no mucho después de su Gira de la Victoria.

Porque he dejado de verle en la academia.

Menos rodeado de gente, está solo, en la villa de los vencedores, y por ello me apena.

Me gustaría verle sonreír de nuevo.

Pero sé, por experiencia propia, que cuando pierdes a las personas que más amas, es difícil volver a hacerlo.

Y yo, solo tengo doce años, ¿qué puedo hacer por él?

"Cualquier cosa que le dé ganas de seguir luchando."

Es lo que me dijo ella cuando se lo pregunté, algo que flota en mi mente desde nuestra última reunión.

Lo que me hace pasar cada vez más a menudo por su casa, pero nunca llamar.

Porque no sé qué podría ser aquello.

Menos porque quiero hacerlo.

¿Por qué me importa él? ¿Qué es para mí? Ni siquiera somos amigos.

Aunque no me importaría serlo.

No me importaría ser lo que quisiera él que fuera.

Y yo me pregunto, ¿es eso natural?

¿Es natural que llegue un momento en que sueñe que él se mata y se sienta horrible?

Es ese sentimiento el que me hace huir de casa en la noche.

Correr hacia él, su casa de la villa de los vencedores y observarle a través de la ventana de esta.

Duerme.

Pero la forma en que se agita y chilla me hace sentir peor.

Ojalá supiera como calmarlo.

Es mi más puro deseo.

Pero no lo sé, no sé como ayudarle. Ni siquiera sé por qué quiero hacerlo.

Solo sé que su dolor me afecta como si fuera el mío.


– ¿Qué haces aquí, Annie?–La voz de Sean a mi lado me sorprende tanto como su pregunta ¿Qué hago yo aquí? No lo sé ¿Qué hace él? Tampoco.

Pero en lugar en preguntarle eso, simplemente digo.

– Intento responder a una pregunta, ¿qué podría darte ganas de luchar cuando has perdido lo que más quieres?–Vuelvo a observar al chico que se agita y suelto un suspiro. Él despierta, se sostiene el corazón, agitado, y luego se echa a llorar.

Destrozado. Quebrado en mil pedazos, al igual que me sentí yo al perder a mi hermana.

Y yo, quiero abrazarlo, secar sus lágrimas como mis padres secaron las mías en los tiempos en que el dolor de mi corazón era demasiado fuerte para que no me quebrara.

Sean suspira, negando con la cabeza para sí mismo, y noto un brillo de familiaridad en sus ojos.

Es como si lo conociera.

Mejor todavía, lo comprendiera.

Yo también lo quisiera.

– No lo sé. – Responde. – Quizás el saber que no estás solo. Eso me ayudó en su momento.

"Que no estás solo."

La frase penetra en mi interior como una luz. Solo, así lo parece él. Solo desde que ha perdido a sus padres y evita a todos en el distrito.

Y, al instante, sonrío. Eso puedo hacerlo.

– Gracias. No sé qué haces aquí, ni por qué me hablas como si fuéramos amigos, pero gracias.–Sean, simplemente, se ríe.

– Porque nos une la misma cosa, Annie Cresta. –Me desvela en un susurro y me entrega algo, una concha cristalizada y brillante de colores hermosos. – ¿Podrías dársela en mi nombre en cuanto tengas el valor de llamar?

El valor de llamar.

Es lo que adquiero cuando él se cubre con su capucha oscura, y desaparece entre las sombras de la noche.

Valor de tocar a la puerta y esperar hasta ver sus ojos azul mar, observándome con sorpresa.

– ¿Annie?–Articula, confuso. Me recuerda tanto como yo a él. – ¿Qué haces aquí? Es de noche. – Enrojezco al instante. No sé qué me pasa con él, por qué ansío tanto verle sonreír, pero sí qué decir, y eso es un gran paso.

– S-solo recordarte que no estás tan solo como crees.–Susurro y, en un acopio de valor, le entrego la caracola de Sean. – Eso es para ti, de parte de Sean.

Finnick la observa casi maravillado, luego a mí y, al fin, sonríe.

– Gracias, preciosa.

Y, como mi rostro vuelve a enrojecerse, no tengo más remedio que partir corriendo.

Huyendo del latir apresurado de mi corazón por la forma en la que pronunció aquel cumplido.

Preciosa.

No sé por qué me llamó así pero aquello me hace sentir feliz.

Feliz porque, al fin, todo está bien. Él incluido.

El color de la locuraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora