Desde el momento en que Evelyn Fairchild entro en el salón abarrotado de gente, supo que la noche seria suya. La temporada en Londres apenas comenzaba y las diversiones que ofrecía eran verdaderamente tentadoras. Se decía a si misma que aquel entusiasmo se debía a las mesas llenas de bocadillos y el champan que llovía a mares entre los comensales. Todos los que la rodeaban parecían divertirse a su manera, algunas damas lanzando quedas risas ocultas por sus abanicos, algunos hombres riendo a carcajada limpia disfrutaban de algún chiste subido de tono dicho por algún caballero impertinente. La mansión del Duque de Astor era el escenario perfecto para esa clase de diversiones.
No era como si nunca hubiera entrado a aquella mansión fastuosamente decorada con candelabros y enormes arañas de las cuales colgaban miles de cristales. Evelyn siempre sentía como si estuviera bajo un cielo estrellado cuando miraba aquellos cristales y los más bellos querubines pintados con maestría en el techo del gran salón. Todo revestido de un dorado que le confería un halo celestial a toda la estancia. Mas allá de las mesas estaban las puertas revestidas de madera que daban al jardín que se acercaba más a un parque particular, repleto de orquídeas, rosas y tulipanes, todos ellos bellamente cuidados por la servidumbre.
Aquella visión siempre le causaba fascinación, una fascinación que sus dos hermanas menores no sentían. Emily y Diana Fairchild eran dos jovencitas bellas, recatadas, aunque completamente diferentes entre sí. Emily era tímida y muy propensa a sonrojos que a los ojos de Evelyn eran adorables. En cambio, Diana era coqueta y atrevida, una exuberante chica con la mala o buena costumbre, según se viera el caso, de tomar la iniciativa en casi todos los ámbitos a los que se veía inmiscuida.
Evelyn con sus 21 años recién cumplidos era una chica con un cabello tan negro como la medianoche y unos ojos verdes tan profundos que causaban estragos en todo aquel que los viera directamente por un mínimo periodo de tiempo. Esa noche llevaba un vestido de tul verde manzana que le conferían un brillo misterioso y hechizante. El escote del vestido resultaba algo atrevido, pero Madame Tremblay, la modista de la aristocracia inglesa insistía que todo vestido a la moda debía enseñar lo suficiente para llamar un mínimo de atención masculina.
Y eso era precisamente lo que Evelyn se proponía aquella noche. No podía sacar de su cabeza la conversación que había tenido en el desayuno con su señor padre, el Conde August Fairchild. El Conde por lo menos había tenido la decencia de tratar el tema de su próximo casamiento de forma concisa y tan rápida que ni siquiera su esposa, la Condesa Susan Fairchild se atrevió a opinar al respecto. Ella podía manejar a su dulce padre con tan solo una mirada tierna y dulce que hacia que el pobre hombre le diera prácticamente lo que fuera con tal de ver a su hermosa hija feliz pero cuando de su madre de trataba, la situación era completamente diferente. La adoraba pero comenzaba a pensar que su único objetivo en la vida era verla casada. Si se trataba de un hombre bueno o amable no importaba mientras tuviera un titulo y una riqueza de la cual presumir ante los ojos de la sociedad londinense. Para su desgracia, la mayor de sus hijas soñaba con un amor tan ardoroso y pasional que deseaba consumirse en fuego con tan solo ver al objeto de sus afectos.
No podía imaginarse que en aquel instante el ardor se instalaba en el cuerpo de alguien más, que la miraba desde el otro lado del salón.
No deseaba saber quien era el primer idiota que le proponía un baile a la diosa de los ojos verdes, pero simplemente no podía evitarlo. Quería despegar los ojos de esa increíblemente deseable figura pero parecía que le costaría la vida misma. Y cuando sus ojos descendieron de aquel lustroso cabello negro peinado cuidadosamente en tirabuzones y de ese par de océanos verdes, sus ojos encontraron ese escote y supo que no podría dejar de mirarla en toda la noche. Paso su peso del pie al otro intentando poner atención a lo que decían los caballeros que lo rodeaban mientras se afanaban en beber o fumar puro. Pero no podía evitar levantar la vista hacia la mujer en cuestión cada pocos segundos mientras esperaba que la erección que tenia disminuyera de forma milagrosa. Por experiencia sabia que cada vez que comenzaba a pensar en Evelyn Fairchild la excitación no se iría hasta bien entrada la noche cuando podía darse alivio a si mismo o en la mayoría de las ocasiones con deliciosa compañía femenina. Pero esta noche no. Las imágenes de esos pechos entre sus manos mientras los masajeaba, lamia, chupaba, apretaba y besaba comenzaron a invadir su mente sin remedio alguno, la visión de aquellas piernas torneadas bajo la falda que se le pegaba de manera involuntaria mientras se movía al compás del vals y que él deseaba tener alrededor de sus caderas mientras la penetraba sin ninguna contemplación o delicadeza hacían que un calor insoportable lo invadiera de los pies a la cabeza.
Mientras todos aquellos pensamientos se arremolinaban en la mente de Michael Astor, duque y anfitrión de la velada, su amigo Sebastián el Marqués de Hastings no podía evitar observar a su amigo con una sonrisita de suficiencia. Era bien sabido por el Marqués y por James, Conde de Welsh y buen amigo de ambos, que su obsesión con la señorita Fairchild ya había cumplido un tiempo record en la lista de caprichos del Duque. Usualmente, Michael cumplía sus mas anheladas fantasías sexuales con la mujer en turno que ocupara su corazón por dos o tres días como máximo, pero las reglas del juego de la seducción habían cambiado desde que el mismo Sebastián le había presentado a tan adorable jovencita en un baile hacia ya tantos meses. Aquella noche de su primer encuentro, el marqués ya había detectado la impresión que había causado Evelyn en Michael. Era un hombre experimentado que podía reconocer el deseo en ojos de otro hombre tan o más experimentado que él. Pero nunca pensó que aquello trascendería y se había equivocado.
-Vamos hombre, podrías siquiera fingir que no le quieres arrancar la cabeza a ese pelele- le dijo Sebastián con un tono burlón mientras señalaba con un movimiento de cabeza a la pareja de baile de Evelyn.
-No pretendía ser tan evidente con mis...- Carraspeo un poco intentando buscar las palabras correctas- miradas tan poco fraternales- termino, con un tono hosco.
- Lo tuyo no son miradas poco fraternales sino asesinas- Sebastián lanzó una sonora carcajada, haciendo que Michael sonriera sabiendo que por lo menos alguien se divertía con su ataque de celos- ¿No estarás comenzando a enamorarte? ¿O sí?
Michael negó inmediatamente mientras alejaba esa posibilidad de su mente.
-La deseo, eso es todo- declaro con un encogimiento de hombros- El día que pueda tener varias horas de sexo desenfrenado y salvaje con ella, ese día amigo mío, perderé el interés- dijo con tono de aburrimiento.
Por alguna extraña razón aquello le sonó a mentira. Pero tampoco tenia porque alarmarse. No la conocía demasiado como para sentirse atraído a su personalidad o carácter. Había hablado poco con ella desde que la conocía y aunque no le desagrada, tampoco había algo que lo hiciera sentirse atraído más allá del plano físico. Lo único que no podía negar es que la deseaba por encima y mas allá de lo que se pudo haber imaginado. Eso no le había impedido estar con Lucy Watson hacia dos noches, pero se sorprendía comparándola con cierta belleza de cabello negro y el placer resultante de ello no había sido tan enloquecedor como en otras ocasiones. La verdadera preocupación era que ahora que la veía reír sin disimulo o tapujos como la típica damita inglesa, la idea de conocerla no le parecía tan descabellada después de todo...
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La trampa del Duque
RomanceEvelyn Fairchild desea con todas sus fuerzas una última aventura. No es que las tuviera anteriormente pero sería la última antes de verse obligada a casarse con un hombre sin rostro, alguien a quien ni siquiera había conocido pero que estaba a punto...