Encuentros desafortunados

15.8K 1.4K 32
                                    


Respirando el aire nocturno en medio de la penumbra mientras cruzaba el enorme jardín hacia las puertas de vidrio que daban al salón donde la fiesta que estaba en pleno apogeo, Evelyn no podía dejar de preguntarse con desesperación como era que había terminado en aquella posición tan lamentable y sobre todo con el Duque de Astor. No sabía que la había impulsado a moldearse a los deseos de aquel demonio hasta que el pensamiento más escandaloso cruzo por su mente como si esta fuera un ser independiente de su cuerpo y le contestara con tono firme: ella lo deseaba tanto como él a ella. No quería creerlo, pero no por eso dejaba de ser menos verdadero.

Michael no le había dicho nada que no fuera cierto: su cuerpo no mentía. Las sensaciones más placenteras la inundaron en cuanto le puso las manos encima. Se había sentido acalorada, deseosa de que no parara, sus extremidades habían sido recorridas por temblores que se expandían desde el mismo centro de su cuerpo hasta las puntas de los dedos de sus pies y manos. Pero lo que más la había confundido era la indudable humedad que se concentraba en su entrepierna; jamás había experimentado aquella sensación. Había estado completamente mojada mientras lo veía disfrutar como le acariciaba la entrepierna. No había estado segura de que hacer pero algo en sus instintos más íntimos le había dicho que eso era justo lo que se debía hacer y no se había equivocado a juzgar por los gemidos estrangulados que salían desde lo más profundo de la garganta de Michael. Verlo disfrutar de la caricia de sus manos fue lo que la excito más.

Después de unos minutos caminando rodeada de la brisa nocturna llego a las puertas de cristal e intento componer su expresión evitando así, delatar las ultimas actividades de las que había sido participe, actividades que le habían enseñado, solo se hacían de noche, en la más completa oscuridad y a puerta cerrada.

Por otro lado, mientras caminaba mucho más atrás de ella, Michael no sabia como deshacerse de la condenada erección que le ceñía la entrepierna de los pantalones. Si no bajaba se vería obligado a zambullirse en alguna de las fuentes de la mansión para que el agua helada calmara su calentura. Después de lo que había pasado, no sabía cuánto tiempo más aguantaría. No poder tocarla con la libertad que deseaba estaba causándole serios estragos a su paz mental. Mantenía todos los aspectos de su vida bajo control con la diferencia de que ahora Evelyn Fairchild no salía de su mente en ningún momento. Si revisaba las cuentas de sus propiedades ahí estaba ella, si se dedicaba a dar un paseo a caballo por sus dominios ahí estaba ella, si conversaba con sus amigos y allegados pensaba que se sentiría más cómodo con la única compañía de cierta señorita de ojos verdes. Y por decir compañía, se refería a estar exclusivamente con ella, a solas, encerrados en sus aposentos día y noche por lo menos durante una semana completa. Y combinados con el deseo arrollador que sentía se mezclaban las muchas cualidades de la joven: una honestidad brutal en los momentos más inesperados seguida de una timidez absolutamente fascinante. Michael se había sorprendido a si mismo en varias ocasiones durante los últimos días pensando que la dama en cuestión era todo un encanto en muchos aspectos. No solo era absolutamente hermosa, era inteligente, culta, poseía una astucia y humor arrebatadores y esa noche había descubierto algo que solo había logrado complacerlo aun más: su naturaleza apasionada. Le gustaba saber que era una mujer que se entregaba a sus instintos carnales cuando la ocasión lo requeria. Prueba de ello había sido la forma en que había colocado sin tapujos su pequeña, suave y delicada mano sobre su miembro. En un primer momento, su toque había sido precavido, como si estuviera tanteando el terreno pero algo en sus ojos le confirmo que sabia que le gustaba lo que le estaba haciendo y el claro entendimiento de que aun teniendo una absoluta falta de experiencia en asuntos carnales, sabia como complacerlo. Eso lo había enardecido porque si esa era su actitud desde un principio no quería ni pensar como seria cuando tuviera experiencia en darle placer. Cerro lo ojos con fuerza mientras seguía avanzando por la hierba. Podía hacerle lo que quisiera, chuparlo, besarlo, morderlo, montarlo sin piedad, encima, debajo, en el suelo o inclusive contra la pared. Disfrutaba del sexo con todo lo que este podía ofrecer. No era un amante tibio. Le gustaban el sudor, los arañazos, la ondulación de caderas y el dolor de muslos, pensó con una sonrisa seductora mientras llegaba a las puertas de cristal. Entro al salón sin detenerse a pensar como estaba su manoseado cabello o su sensual boca enrojecida por las mordiscos y besos compartidos.

La trampa del DuqueDonde viven las historias. Descúbrelo ahora