Cincuenta y uno.

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Las calles están llenas de vendedores, todos van de aquí para allá tratando de buscar un regalo perfecto y tengo que bajar de la acera para caminar libremente. Respiro calmado cuando recuerdo que en casa está él, esperándome, pero no con regalos como los que siguen tendidos en las calles hasta ser comprados, sino con su perfecta sonrisa, su mirada que me enamora cada mañana, con su presencia de la que me enamoré hace cincuenta años, cuando solo teníamos 22 años y ambos estudiábamos la universidad.

El transporte público se llena, algunas personas suben a mano llenas, con regalos, flores, globos estorbosos que algún día irán directo a la basura. Sigo sentado en la parte de atrás, esperando a que el autobús me deje bajar en la calle del parque donde tuvimos nuestra primera cita, cada 14 de febrero paso después del trabajo, ya que es necesario recordar lo vivido, lo que se eligió y por lo tanto, se vuelve a recordar la felicidad y todas aquellas emociones. De esa manera, sabrás que la vida y toda su rutina han valido la pena.

El autobús se detiene cuando se lo he indicado, bajo los escalones y las bancas de dicho parque, están ocupadas por las parejas que disfrutan del día, sin darse cuenta que pueden hacer cualquiera de esas actividades cada día de cualquier semana, de cualquier mes en el año.

Mis cabellos blancos se mueven debido al viento, camino por la acera tratando de encontrar una banca vacía, tratando de ver lo que hicimos hace tanto tiempo, cuando podíamos caminar de la mano en medio de la noche, porque claro, no podíamos permitir que alguien nos mirara con el sol del día.

Lo consigo cuando veo a un par de chiquillas riendo a carcajadas, cuando las veo besarse después de que la risa ya no tiene ningún sentido. Ambas parecen ser adolescentes, llenas de vida, sin miedo a que alguien puediera juzgarlas, sin miedo a que alguien pudiera quebrar sus ganas de amar.

Ahí estaba yo, de su mano, besando su boca en medio del parque, refugiándonos entre abetos y lo único que me dejaba mirarlo, que me dejaba observar cada movimiento de su cuerpo era la luz de la luna.

El teléfono celular con botones de goma que una de mis sobrinas me ha regalado en mi último cumpleaños, (cosa que le pedí en lugar de uno caro) suena y respondo tan rápido como puedo, pues su nombre en la pantalla es un accionador, el cual hace de mí una máquina automática.

—Hola —le saludo a través del teléfono.

—Hola, ¿ya vienes?

—Adivina donde estoy.

—Teniendo en cuenta el día, creo que estás en ese parque, como cada año.

—Sí, bien jugado. ¿Recuerdas el pequeño árbol que crecía junto a la banca, donde fumamos el cigarrillo de marihuana?

—Sí, casi nos atrapa la policía.

—No nos habrían tomado en cuenta si no te hubieras puesto tan nervioso. Bueno, el punto es que ese árbol parece tan viejo como nosotros juntos.

—Ya lo creo. Apuesto que las iniciales están en lo más alto.

—Tal vez. Oye...

—Dime.

—¿Qué hay de cenar?

—No te lo diré, es una sopresa. ¿Ya vienes?

—Sí, solo tomo el autobús y llegaré en diez minutos.

—Perfecto, compré el vino que tanto te gusta.

—Yo también compré algo. Ya no puedo esperar a ver tu rostro. Voy para allá.

—Aquí te veo.

Luego de hacer un beso ruidoso a la bocina del celular, finalizo la llamada y tomo el autobús que pasa junto a mí.

Sexo[S]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora