Triste casualidad.

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Vuelvo a abrir los libros del estante junto a la ventana, los mismos que estaban en la caja de cartón, misma que sigue a la mitad de estar vacía frente a mí. Es difícil aceptar que tengo un año tres meses en este departamento y, hasta hace un par de semanas, los saqué y los puse en este estante, no había tenido tiempo para desempacar la última caja a causa de tanto trabajo.

Mi madre había ayudado con esa caja. Son muchos libros. Dickens, Wilde, Las hermanas Brontë, Kafka, Tolstoi, Nietzsche, Allende, Márquez, Cortázar, hasta Sade y Rowling; todos ellos en una enorme caja, no comprendo cómo es que siguen aquí, guardados, esperándome, pidiéndome que los vea y que por una vez más, pueda deleitarme con sus hermosas historias. Sin embargo, no son sus historias propias las que me hacen derramar una lágrima, no, eso no, son las historias que surgen a partir de ellas, como Historia de dos ciudades, que en la página principal viene un recado de «Espero que te guste, porque lo he leído gracias a que me mandaron a vivir aquí». También una nota en la primera página de Rayuela, la que me trae a la cabeza la escena donde escribió frente a mí «Feliz cumpleaños, esta noche léelo normalmente, en tu próximo cumpleaños podrás leerlo como lo indica la tablilla».

Es entonces cuando recuerdo que, pasados dos años, no lo he vuelto a leer, pues nunca pude tomarlo nuevamente, no por falta de tiempo, sino por miedo, miedo a que mis recuerdos fluyan como la lectura en un apaciguo día.

Abro El retrato de Dorian Grey con ilusión, con la mirada en la portada, queriendo recordar cómo llegó ese ejemplar a mi biblioteca personal y lo consigo después de llegar a la página 24, donde hay una nota en el margen derecho. «Lo encontré entre unas cosas que no encontraba, así que compré uno de segunda mano y luego lo encontré», me dijo mientras daba a notar una sonrisa poco convincente, más bien, parecía una sonrisa de no aguantar su propia mentira.

Tomo Emma y encuentro lo mismo, notas en los márgenes. Lo mismo con Nietzsche, con Orwell y con otros tantos que sería difícil mencionarlos. Las lágrimas recorren mis mejillas porque sin duda, mis libros, no importa que sean viejos y amarillentos, contienen más cosas que las obvias. En ellos persiste su pensamiento, su forma de ver las cosas, la vida en sí. En cada página trata de reflexionar acerca de una frase, de una metáfora o de un pensamiento del autor, muchas veces está de acuerdo con ellos, pero algunas otras, contraataca y llena los márgenes con diagramas filosóficos que, si pudiera decifrar, quizá me enamoraría más de él o cambiaría mi manera de pensar hacia él. Pero una cosa es segura, en una caja puede caber una cantidad insospechada de él, de su esencia.

Acomodo los libros nuevamente por tamaño, como los había acomodado el primer día que los saqué de la caja, abajo más grandes y arriba, los más pequeños.

Dejo en la caja los que no caben y apunto mentalmente agrandar el estante. Aunque pensándolo bien, si tardé un año y tres meses para sacar esos libros, me pregunto en cuánto tiempo quedará un estante más grande.

El teléfono alámbrico en la cocina suena un par de veces, dejo la contestadora y la voz de mi hermano llena el departamento, produciendo a la vez, un eco cálido.

—«Hola, Di. No es cierto, ya sé que odias eso... Bueno, te hablo porque no sé hasta cuando puedas contestar y no quiero que te enteres por otra persona, mamá también está preocupada así que... Sabes, ha pasado muchísimo tiempo y tú ya estás haciendo otras cosas... se está terminando el tiempo y supongo que tendré que dejar otro mensaje» —Finaliza el mensaje y en segundos, comienza otro—, «Necesito que estés sentado para lo que voy a decirte, es difícil para mí y sé que también lo será para ti. Hace unos días hubo un accidente, uno de avión y en ese avión iba... Iván. Llámame, ¿sí?. Su familia nos invita al funeral y necesitas despedirte. Adiós, Diego».

La contestadora queda en silencio, el departamento quieto, mis pies sobre el suelo parecen quedar pegados en la nada, quizá un ruido en el aire me hace percibir lo que hay afuera pero, sin saber cómo, todo queda detrás de lo que mi hermano ha dicho, lo desaparece todo, es como si con esas palabras haya podido desaparecer todo el universo y quedara solamente yo en él.

Mis ojos perciben formas, mi naríz alcanza un aroma, mi pensamiento se obstruye y lo único que deseo es desaparecer junto a todo lo demás.

Los libros en la estantería parecen llorar conmigo, sus páginas de repente duelen y las portadas ya no tienen nada qué proteger.

La tinta adentro ya no se ve, las hojas se quiebran y, vaya que no tienen más por hacer. Sin embargo, él está ahí adentro, aún tienen su esencia y ahora es más poderosa. Las hojas vuelven a ser blancas, otras vuelven al color hueso que tenían cuando eran nuevos; las pastas tienen esa fuerza y protegen su alma; la tinta, vuelve a ser tan visible como los recuerdos; y las historias, cuentan más que en el principio.

Un año y tres meses, quizá debí dejarlos en la caja.

Sexo[S]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora