005 | El destino jugando en contra

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Sam está a punto de subir su auto cuando un vecino se le acerca y lo saluda:

—Hola, Sam, ¿Cómo estás? —preguntó el vecino con una sonrisa amena.
—¿Yo bien y tú? —respondió Sam.
—Me alegra mucho, estoy bien gracias a Dios —dijo el vecino con aquella certeza y añadió—: ¿Te gustaría visitar nuestra iglesia este domingo?
—No gracias, no creo en Dios mucho menos en iglesias —respondió Sam cuando estaba a punto de subirse al auto, pero se ve interrumpido por el vecino nuevamente.
—¿Por qué no cree? —replico el vecino mientras fruncía la mente.
—Mire, soy ateo, y no tengo tiempo para responder preguntas irrelevantes —respondió Sam, y termina por subirse al auto.
—Está bien, entiendo que cualquier persona se puede engañar con la verdad que más le guste escuchar —dijo el vecino aprovechando las ventanas abiertas del auto.

Sam arranca su carro, y por fin termina de irse. Él está a casi 35km de la escuela, temía por llegar tarde. Coloca música para quitar un poco el estrés. Mientras está casi por llegar, él observa como un carro es impactado por una gandola. Queda bastante anonado con el hecho, y solo piensa en lo rápido que se puede perder la vida.

Cuando llega a la escuela, su hijo aguardaba por él, solo en la escuela. Sam había llegado tarde. Pero intenta compensarlo con una propuesta:

—Perdóname por llegar tarde, ¿Quieres ir a comer helado con papá? —preguntó Sam con una sonrisa dibujada en su semblante, y añadió—: pero con la única condición de que no le digas nada a tu madre.
—Sí quiero papá —responde Sami muy emocionado.

Sam sorprende a su hijo llevándolo al lugar favorito para comer helado —era muy bueno en cuanto sobornar a su hijo se trataba—. Sam sabía que tenía que hacer todo lo posible para que no le dijera nada a su madre porque sabía que la cantaleta que su esposa lo haría escuchar no sería para nada normal.

Sam y Sami llegan al lugar. Hacen el pedido —un helado bastante grande y mixto—. Sam solo pide un café bastante fuerte, y dos bolsitas de azúcar. Luego que están ambos sentados en la mesa. Sam empieza a contemplar a su hijo, y aprecia lo feliz que era su hijo comiendo ese helado, y espontáneamente él se dice algo:

«Siento que debo aprender tantas cosas de mi hijo, que el de mí». Pensó Sam.

Sami está desesperadamente comiendo su helado cuando interrumpe el silencio con una pregunta:

Papá, ¿por qué me quedas mirando? —preguntó Sami confuso—. ¿Quieres helado?
—No hijo, me gusta mirarte feliz, solo eso —respondió Sam.
—Ah... —expresó Sami.

Sam estaba por terminar de tomar su café, y de la nada había empezado a imaginar la aventura que pudo haber tenido con aquella mujer ese día. Pero también se sentía un poco enojado por todas las palabras que salieron de aquella mujer que de alguna u otra forma lo hirieron.

Sam termina su café, y se dirige a comprar otro para tomarlo mientras conduce de vuelta a casa. Decide comprar esta vez un café descafeinado porque estaba consciente de que se estaba excediendo con la cafeína.

Sam sube al auto junto a Sami. Su hijo tenía un semblante que desbordaba felicidad. Sami se dirige a su papá e irrumpe el silencio:

—Papá, ¿Cuándo se repetirá? —preguntó Sami ansiando de que fuera muy cerca.
—Cuando vuelva a llegar tarde al ir por ti a la escuela —respondió Sam sarcásticamente; pero rápidamente interrumpe y añadió—: solo bromeo, cuando tú quieras hijo.
—Más te vale, mira que mi silencio vale por más helados como esos —responde Sami con una sonrisa dibujada en su cara.

Sam sigue conduciendo, y se da cuenta que el sol estaba por caer. Había mucho tráfico porque era hora pico. Él estaba empezando a temer de tener que llegar tarde a una cita en su propia casa. Estaba un poco más calmado porque sus otros cuatros hijos estaban en casa, y solo había que llevarlos a casa de su hermana el cual no quedaba a más de una cuadra de su casa.

Se habían hecho las 7:00 PM y la cita era a las 8:00 PM. Él estaba a 12km de la casa. Ya había empezado a sudar. Lo único que lo detenía aproximarse más a su casa era un semáforo. Se suponía que el semáforo no debía durar más de cuarenta segundo; pero Sam estaba empezando a pensar que el destino estaba jugando en contra de él para hacerlo llegar tarde a su cita que serviría para reencarnar momentos especiales, y arreglar y explicar todo lo que había estado sucediendo con él.

El semáforo parecía que nunca cambiaría de rojo a verde. Él estaba intentando contener el estrés, y evitar darle golpes al volante porque estaba su hijo presente. Cuando el semáforo cambia a verde el sentimiento de estrés que tenía se transforma en placer —explota con una sonrisa de entusiasmo—.

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Las crónicas del viajeroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora