012 | Jugar a ser Dios

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En aquel momento se encontraba contra la pared porque debía tomar una decisión, quizás la más importante de su vida, y no había tiempo para pensarlo, era una decisión que debía tomar hoy o nunca. Había una parte de él que anhelaba mucho recuperar su vida, su familia, sus amigos, trabajo, y otra que sabía que regresar a su vida no solucionaría el vacío existencial que había estado teniendo. Así que él antes de tomar una decisión quería volver a escuchar algo más de parte de aquel sujeto:

—Necesito saber algo más, antes de tomar la decisión —preguntó Sam.
—¿Cuál? —respondió el sujeto.
—¿Luego podré recuperar mi antigua vida? —preguntó Sam esperanzado.
—Claro, por supuesto, luego de que comprendas el sentido que tiene la vida, al final de cuentas, es lo que estás buscando, ¿no? —preguntó el sujeto.
—Sí, es lo que necesito —respondió Sam—. Pero ¿Por qué a mí, y no otra persona? 
—Es algo del que te enterarás más adelante —expresó el sujeto.

De todo lo que le había pasado desde aquella velada hasta ahora, era la incógnita que más le había comenzado a intrigar una vez que comprendió, y aceptó que esto se trataba de algo real, pero tendría paciencia una vez más. Sin embargo, Sam todavía quería saber en cuanto a Hitler, así que, para nada dejó escapar la ocasión.

—Ya que no pude obtener una entrevista directamente con Hitler, me gustaría que me pudieras contar sobre él —preguntó Sam.
—Por donde podemos empezar —dijo el sujeto—. Pero caminemos hacia la oficina que está arriba, mientras puedo ir respondiendo tus preguntas.

Sam estaba a punto de pedirle lo mismo, aquella oficina podía ser un poco asfixiante para su gusto. Las cosas ahora eran diferentes, ahora había un sentimiento de tranquilidad que lo había arropado luego de haber pasado por todas esas situaciones tan incomodas, y confusas. Lo único incomodo era que no sabía cómo dirigirse a él, o como llamarlo, así que se atreve a preguntarle nuevamente:

—Antes de empezar, me gustaría que me dieras así sea un seudónimo de cómo llamarte —dijo Sam incomodado.
—Algunos me han llamado, Elyo.
—Me siento más cómodo, ¿Entonces no he sido el primero que ha recibido este don? —preguntó Sam mientras abría la puerta para salir de aquella oficina.
—No serás el primero, ni el último —expresó Elyo.
—Vale, puedo imaginar entonces, que tampoco me dirás, sino a su debido tiempo ¿no? —preguntó Sam.
—Que inteligente —dijo Elyo, mientras dibujaba una sonrisa en su cara.

Estaban casi a mitad de camino, pero Sam no encontraba la forma de decirle que tenía un hambre casi infernal en ese momento, por razones obvias, no tuvo oportunidad por carecer de libertad después de lo que sucedió en el cuartel, el traslado, ahora es que estaba dando un respiro.

—¿Cómo pudo Hitler hacer todo lo que hizo? ¿Como hizo para cargar con las muertes? —preguntó Sam intrigado.
—Antes de contarte comentarte al respecto, Hitler no ha sido el único y tampoco el peor genocida en la historia, incluso la cantidad de muertes que se le atribuye es casi nada comparado con las muertes que se les atribuyen a líderes como Mao Zedong —expresó Elyo con ímpetu.
—Y... ¿Cuántos se le atribuyen a él? —pregunto Sam anonado.
—No menos de setenta y ocho millones de personas —afirmó Elyo— casi un país completo.
—Rayos... —Expresó Sam.

Sam había quedado sin aliento porque era casi inverosímil, que un hombre pudiera ser capaz de tantas muertes.

—Ahora vamos al grano —dijo Elyo—. Cualquier hombre que quiera asesinar, cometer genocidio, o cualquier acto que consideramos inmoral, solo necesita una cosa.
—¿Cuál? —preguntó Sam.
—Creer que puedes ser tú propio dios —dijo Elyo con vehemencia.
—¿Y esto que tiene que ver? —preguntó Sam mostrando desaprobación.
—Mucho, solo necesitas leer la biografía de cada uno de estos genocidas, y encontrarás algo en común.
—¿Qué cosa? —preguntó Sam.
—Todos ellos estaban jugando a ser sus propios dioses, pero lo más peligroso de todo, eran las ideas tan arraigadas que tenían consigo en sus cabezas —dijo Elyo.
—¿Y eso que tiene que ver con las preguntas que te hecho? —preguntó Sam.
—Me has preguntado cómo un hombre puede cargar con todo esto —expresó Elyo—. Es muy fácil hacerlo cuando estás convencido de que tus actos no serán reprobados en la tierra, ni en cualquier otro lugar fuera de este universo.

Sam a lo largo del camino solo pudo meditar en todo lo que le había dicho Elyo; y en la fuerte relación coherente que existía entre ese pensamiento, y los exacerbados genocidios que ocurrieron alrededor del siglo XX. Ya habían salido de aquel pasadizo subterráneo, y habían llegado a la oficina de la cancillería. Ambos tomaron asiento, pero Sam casi no podía seguir disimulando el hambre que estaba teniendo en ese momento.

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