XXXIV: Defensa

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Al escuchar el sonido de la puerta de madera cerrándose, Rin se sentó en la cama y comenzó a arrastrarse hasta pegar su espalda con la pared. Miró al rubio que también le observaba, relamiéndose el labio inferior, y tembló de sólo pensar lo peor. Iban a romperlo desde el interior; desgarrarían su alma y su lazo con Haru.

El joven se acercó rápido, sin desaprovechar la oportunidad que Seijuro le había concedido. Tragó saliva, saboreando el exquisito aroma que se respiraba en la habitación; un olor dulce y empalagoso que lentamente lo excitaba. Todos en el barco querían una noche con ese omega y él sería el primero en tenerlo, era afortunado.

—No te atrevas a dar un paso más —amenazó el pelirrojo, doblando sus piernas contra su pecho para resguardarse. Era un acto de su subconsciente que pretendía salvarlo—. Te mataré.

Rin jamás liquidó a alguien, era muy cobarde o muy amable. A pesar de que tenía enemigos, nunca pensó seriamente en la posibilidad de clavar una espada en el corazón de su oponente. Había creído que, si acababa con la vida de ellos, se liberaría del dolor, pero la verdad es que prefería un juicio.

No debía manchar de sangre las manos que cargaban y acariciaban los rostros de Sakura y Niji. Sus bebés no podían ser hijos de un asesino, lo odiarían cuando supieran la clase de padre que los había criado. Él mismo se aborrecería por cometer un acto tan atroz, sería igual que Seijuro.

—Oh, no —objetó, esbozando una sonrisa siniestra—. Tú eres sólo un maldito omega que gemirá para mí.

¿Sus niños lo culparían? ¿Haru lo detestaría? ¿Arata se decepcionaría? ¿Toraichi lo despreciaría? ¿El pueblo de Rockland lo ejecutaría?

—Eso es, ríndete —mencionó aquel chico, arrodillándose en el colchón para alcanzar los pies de su víctima—. Tu naturaleza es la sumisión —enfatizó, jalando poco a poco el cuerpo golpeado de Matsuoka—. Ya que tu alfa no ha venido porque te ha olvidado, deja que yo te consuele.

—Haru no me olvidó —bufó, pateando la hombría endurecida del otro—. Vendrá por mí y tú no tienes el derecho de tocarme con tu suciedad —sentenció, empujando al hombre que se quejaba por el ardor que le producía el golpe.

El menor se levantó y corrió hacia el escritorio. Agarró el candelero dorado de tres velas encendidas que yacía encima de la pequeña mesa y se volteó a tiempo para azotarlo en la cara del rubio. Repitió sus movimientos varias veces sin detenerse; estaba eufórico, su corazón palpitaba desenfrenado por el miedo que su contrincante le transmitía al intentar reponerse.

Estampó el objetó hasta cansarse mientras la sangre salpicaba sus prendas desgarradas y las lágrimas resbalaban en sus mejillas manchadas de rojo. No quería detenerse, no era suficiente, iba a lastimarlo si permitía que viviera. Y, cuando vio que el muchacho caía al piso con las facciones destrozadas y la respiración entrecortada, soltó el candelero y lloró.

Talló sus ojos con las manos y se asustó al observarlas. No le gustaba ese color, le traía memorias de Kisumi en su regazo desangrado y de los días que vomitaba por el veneno que le habían dado. Haru ya no lo amaría, ahora él era un criminal.

...

En Rajar, la mayoría de las casas estaban desechas por las diversas explosiones. La gente, resguardada en el palacio, temía que la lucha no finalizara. Aunque la Guardia Real había sido fuerte y se mantenía de pie, no durarían mucho más. Los soldados sufrían de quemaduras y heridas de gravedad que necesitaban ser atendidas con urgencia.

Las embarcaciones de Seijuro continuaban anclando en el puerto, en donde Kazuma dirigía aún la batalla desde los fortines que rodeaban el reino. Estaba agotado, tenía lastimadas provocadas por flechas y espadas. El tono de su voz disminuía por la falta de energía y el desgaste físico.

Tú, mi diamanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora