XXXVII: Radiante

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Las puertas de la alcoba principal fueron azotadas por el pelinegro, que ingresó apresurado y corrió directamente a la cama. Ahí debía estar su Rin, sí, debía estar desorientado y pidiendo por él, pero se detuvo al no verlo. No estaba acostado ni en el balcón, sólo había una bata blanca tirada en el piso.

En seguida se asustó. Tembló, temeroso de lo que descubriría si continuaba con su exhaustiva búsqueda. ¿Dónde estaba? ¿Acaso alguien lo había secuestrado? No, era imposible porque él sentía el lazo. Su nuca ardía, podía oler la dulce fragancia de su esposo y percibía los sentimientos del omega.

Rin lloraba en algún rincón del palacio. Probablemente, recordaba el día que Seijuro se lo llevó a su barco y aún no sabía qué le había hecho ese desgraciado a su pareja. Lo único cierto es que sufría, atormentado por los demonios de hace dos años, y quería consolarlo. Quería decirle cuánto lo amaba.

Haru caminó con paso lento al baño al oír el sonido del agua cayendo. Tragó saliva, intentando calmarse para no angustiar al otro. No sería sano que se alterara si recién acababa de despertar de un profundo sueño, ni siquiera podía asegurar que sus memorias compartieran una conexión o que no hubieran sido dañadas.

Además, la curandera les había dicho que el pelirrojo podría olvidar todo por el golpe en la cabeza. Si ése era el caso, ¿qué haría? ¿Volverían a amarse? ¿Lo odiaría? Sin importar qué le dijera a él, los niños y Dya serían los más perjudicados. Ellos también esperaban a su madre, deseaban su calor y su cariño.

Empujó la puerta suavemente, procurando no hacer ruido, y se asomó por la abertura. Sus lágrimas cayeron sobre sus mejillas al ver a ese hermoso hombre desnudo con una cicatriz que atravesaba su espalda. La herida de un trozo de madera incrustado, un recuerdo de que no lo había salvado del dolor y la humillación.

—Soñé contigo —murmuró aquél, volteándose para enfrentar a quien lo espiaba sin atreverse a entrar—. Soñé con la familia que tenía antes de la muerte de mamá —reveló, empuñando sus manos para contener su llanto—. ¿Sabes? Vi a Kisumi en esos sueños; él me abrazaba y me pedía perdón por abandonarme con Dya cuando más lo necesitaba, pero dijo que estaba feliz por mí —murmulló, arrodillándose en el suelo de porcelana blanca. Cubrió su rostro y comenzó a llorar; lloraba por todo y por nada, sólo porque su corazón se le ordenaba—. Haru, ¿por qué no viniste?

—Perdón —balbuceó, acercándose para hincarse frente a su pareja—. Perdóname por permitir que te lastimaran —articuló, envolviendo el frágil cuerpo de su amante. El Rin al que estaba acostumbrado no era débil, pero este nuevo Rin dejaba que sus emociones fluyeran y eso le gustaba—. Perdóname, por favor.

—¡Haru! —exclamó, abalanzándose encima de su alfa. Lo rodeó con sus delgados brazos y enterró su cara en el pecho contrario—. Perdóname tú por haberme manchado de sangre. Soy un asesino, no merezco que...

—No, no te culpes —negó, apoyando su mentón en la melena de Matsuoka. Le dolía saber que había cargado con demasiados sentimientos. Siempre pensó que podría soportar cualquier acto cruel, pero la realidad es que lo aguantaba para que su familia no resultara herida—. No es tu culpa. Te defendiste de sus agresiones porque querías regresar con nosotros, ¿verdad? Tú lo hiciste pensando en que pronto estarías con Dya, Sakura y Niji —explicó, deslizando las yemas de sus dedos en la espalda del omega para consolarlo—. No eres un asesino, tú eres mi esposo. Eres a quien yo elegí para pasar el resto de mi vida y eso no cambiará —aseveró, sosteniendo los hombros de Rin para alejarlo y poder mirarlo fijamente—. Eres la persona que más amo en este mundo. Daría lo que fuera necesario para eliminar esos recuerdos de tu mente, pero sé que no puedo, así que déjame ayudarte. Lucharemos juntos, ¿entendido?

Tú, mi diamanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora