XXIX: Reconciliación

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—Veo que todavía no recupera su condición física —comentó el sastre en la sala de la habitación principal de la pareja de esposos. El hombre caminaba en círculos, rodeando al pelirrojo que estaba parado y quieto, esperando a que terminaran—. Añadiré unos centímetros más.

—Él no es robusto —dijo Haruka, sentado en el sofá individual, pues observaba la escena. No era curioso, pero tampoco podía confiar en la gente que llegaba del exterior—. El embarazo fue difícil y nuestros hijos están amamantando, toma las medidas correctas.

—Sí, Majestad —asintió, callando para continuar con su labor—. ¿Qué color le gustaría a Su Majestad? ¿Dorado? ¿Azul? ¿Negro?

—Blanco con estoperoles en las hombreras, igual que Haru.

—Es un color que le quedará de maravilla —aseguró, finalizando sus anotaciones en la pequeña libreta—. Les traeré los atuendos en una semana.

El sastre hizo una reverencia antes de marcharse hacia la entrada, donde las puertas se abrían para dejar que alguien entrara y él saliera. Rin echó un vistazo, encontrando la figura de su padre. Toraichi Matsuoka tenía un semblante demacrado, se notaba cuán abrumado se sentía y cuán triste había estado.

—Papá, no avisaste que vendrías —murmuró el omega, aún conmocionado por la presencia del castaño. Tal vez no estaba preparado para hablar con él, sus sentimientos lo confundían porque amaba a Toraichi, pero también le había abandonado cuando más lo necesitaba y eso no podía olvidarlo—. Adelante, tus nietos están dormidos.

—¿Sería egoísta si pido un momento con mi hijo? —cuestionó, dirigiendo su pregunta a Nanase. El pelinegro soltó un bufido, no tan convencido, pero accedió muy a su pesar—. Gracias, príncipe.

—Volveré pronto —anunció el de ojos azules a su amado, a quien sostuvo unos segundos en sus brazos para depositar un casto beso en sus labios—. No dudes en llamarme, estaré pendiente de ti.

—Sí, no te preocupes —murmulló, contemplando cómo su alfa se retiraba de la alcoba y los dejaba a ellos; solos, en una completa afonía.

—No hemos tenido una conversación desde hace muchos años —articuló Toraichi, imitando los movimientos de Rin para acomodarse en los mullidos sillones de satín—. Rompimos nuestro lazo familiar por mi culpa.

—No es así —objetó, cruzando sus piernas. No quería ver a su padre, temía su rechazo por haber condenado a su hija al calabozo—. Yo me fui de Karabis porque decidí casarme con Kisumi.

—Te casaste porque yo te acorralé a elegir un futuro que tú no deseabas —mencionó, suspirando. Su único hijo estaba ahí, pero percibía su nerviosismo y no podía evitar ser el causante de su sufrimiento. Incluso ahora lo seguía hiriendo, desconfiaba de él; de su progenitor—. Me he lamentado demasiado lo que te hice, pero sé que no merezco tu perdón, y sé que tú estás asustado de mí. Soy un monstruo, ¿no? —inquirió, agachando la cabeza. El daño que le había provocado no tenía reparo; las heridas del pasado no iban a sanar con el arrepentimiento—. Pensaba en el reino como mi hogar, pero nunca te defendí de La Corona. Fui testigo de tus lágrimas y jamás te regalé una palabra de consuelo.

—No necesitaba tu consuelo —bufó, mordiéndose el labio inferior. Es por esa razón que no quería enfrentarse con Toraichi, porque iba a llorar; sería débil—. Yo sólo pedía un poco de tu cariño. Quería que me aceptaras, ¡porque yo no pedí nacer como omega! La naturaleza me dio esto, ¿entiendes?

El menor cubrió su rostro con ambas manos, ocultando las lagrimillas que escurrían en sus rosadas mejillas. Detestaba sentirse desprotegido y abatido. Para él había sido traumático su estadía en Karabis; eran recuerdos que optaba por ignorar, porque le dolía, pero no podía eliminarlos de su mente.

Tú, mi diamanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora