XXXIII: ¿Dónde estás?

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Cuando la Guardia Real de Rajar llegó con dos reyes a Karabis, los soldados fueron los primeros en sorprenderse de ver a Toraichi. Según la información que se les había comunicado, la familia Matsuoka estaba muerta y uno de los viejos de La Corona tenía el poder. En esa situación y con mentiras envolviendo el escenario, supieron que era una traición.

No actuaron con cautela, sólo rodearon el palacio y atraparon a cualquiera que intentara huir por las entradas o salidas. Los miembros de La Corona fueron encerrados de inmediato en el calabozo subterráneo, prisioneros de su codicia y avaricia. Y, como el único soberano, Toraichi les quitó la oportunidad de tener un juicio justo, pues no lo merecían.

Haruka se apartó de la bulla que se generaba por el espectáculo en el pueblo y comenzó su búsqueda en cada rincón de Karabis, pero parecía que era en vano. Sus hijos, su esposo y Sousuke ya no estaban. No obstante, las pistas indicaban que su última parada había sido ese lugar.

El gobernante de Rajar bajaba la escalera cuando notó a un castaño corriendo apresurado hacia él. Su corazón latía rápido, temiendo lo peor. No quería escuchar que Rin y sus bebés habían muerto, se sentía decepcionado por no protegerlos. Era el culpable de lo que sucedía por tomar decisiones sin meditarlo.

—Nanase —llamó Toraichi al pie de la escalinata. Suspiró y lo miró fijamente, demostrando en ese simple gesto su miedo más profundo—. Seijuro estuvo aquí.

—¿Aquí? —replicó sin creerlo, pese a que sus suposiciones se confirmaban. La Corona de Karabis y Seijuro se habían asociado para destruirlos—. Si es verdad, significa que...

—No —negó, anticipando la calamidad en las palabras de Haru—. ¿Recuerdas el mensaje que Momotarou interceptó? Decía que su hermano navegaba hacia un rumbo seguro, en donde no habría enemigos porque su enemigo era el aliado —expuso, contemplando las reacciones del pelinegro; éste conjeturando lo mismo—. Vino por bolsas de oro, se llevó decenas de costales y también a mi hijo.

—¿Qué? —interrogó, agitando su cabeza. ¿Para qué lo quería? ¿Por qué Rin? ¿Por qué el omega dueño de Rockland, príncipe de Karabis y reina en Rajar? Hasta las preguntas eran absurdas, la conclusión era obvia—. Hará un intercambio.

—No lo creo, Seijuro no es un idiota —refutó Toraichi, cruzando sus brazos contra su pecho. Agarró su mentón con la mano derecha y pensó largos segundos. ¿Cuál era el deseo de Mikoshiba? ¿Los tronos?

—No son los tronos ni el oro —respondió Sousuke, quien descendía lentamente los peldaños con Sakura y Niji envueltos en mantas manchadas de polvo—. Él observa cómo los reinos se destruyen, porque al final de esa masiva catástrofe, no habrá reyes ni reinas. Será un mundo libre y no quiere esa libertad, él desea la reconquista sin ningún obstáculo para gobernar el extenso desierto y los mares.

Nanase avanzó hacia Yamazaki, suavizando su expresión. Los había salvado, al menos sus niños estaban bien; estaban vivos y dormían sin entender lo que acontecía en ese momento. Reprimió sus lágrimas y tragó saliva, debía ser fuerte. Rin lo necesitaba, esperaba a su esposo, a su Haru.

Sousuke le entregó los bebés, que despertaron al percibir unos brazos conocidos y empezaron a llorar. Era como si se hubieran contenido para que no descubrieran su escondite, pero ahora yacían con su padre. La seguridad que el alfa les transmitía los hacía débiles a sus emociones porque sabían que Haruka iba a cuidarlos.

—Gracias —balbuceó, aferrándose a esos pequeños que pedían a gritos por su madre—. Gracias por traerlos con vida.

—Cuando llegamos, Rin comprendió que nos traicionaban —explicó Yamazaki, alternando su vista en Toraichi y Haruka—. No podíamos escapar, nos atraparían, así que él me envió a la habitación principal.

Tú, mi diamanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora