IX: Los cuatro reinos [Parte 1]

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Rin Matsuoka y Kisumi Shigino se enteraron del embarazo del omega dos meses después de su boda, apostando a que el bebé era fruto de la semana de celo. No sabían cómo tomar la noticia, pues ellos recién se embarcaban en una travesía marítima rumbo a las costas del Este. Además, un niño en un matrimonio sin amor era inhumano e injusto, pero lo aceptaron.

El producto de un destino cruel llegó un quince de enero, cuando Kisumi no estaba y Rin era incapaz de reaccionar en la soledad de su habitación. Los dolores del parto casi lo matan, pero fue valiente y gritó con la poca voz que le quedaba hasta que una mucama lo escuchó y le ayudó. Esa noche había sido una de las peores en su vida, pero el llanto de la bebé desapareció todo rastro de amargura en su corazón.

La niña nació sana y fuerte. Sus cabellos pelirrojos sobresalían y sus grandes ojos resaltaban en las sábanas con las que era cubierta. Tenía una sonrisa hermosa que fascinaba a cualquiera y derretía a los malos; una sonrisa que hacía feliz y dichoso a Rin. Kisumi la miraba y sólo podía sentirse orgulloso de su hija.

Ese ángel fue bautizado con el nombre Dya. Shigino decía que era perfecto para ella porque simbolizaba un camino lleno de esperanza y luz, aunque su pareja no comprendía si era un significado real o una mentira de su esposo. Sin embargo, Rin atesoraba a su pequeña por ser su fortaleza y motivo de lucha. Tal vez no había sido procreada con amor, pero la amaba más que a nada en el mundo.

Gracias a Dya, la relación de Kisumi y Rin había mejorado. Al principio peleaban mucho por diferencias sin sentido o porque el omega no quería que el alfa se acercara. Shigino comprendía sus miedos y prefería dejarlo solo para que no se asfixiara con su presencia, pero tampoco pretendía no sentir tristeza por el rechazo.

Conforme el tiempo pasó y el vientre abultado del príncipe comenzó a notarse, sus terrores se esfumaron. Él sabía que pronto tendría a su bebé en brazos y que Kisumi era su padre, así que no podía continuar resistiéndose. El alfa quería su bienestar y el de su hijo, no iba a lastimarlo. Por si fuera poco, el maldito de Shigino se portaba cariñoso con él y lo consentía al comprarle cerezas.

Rin aprendió a querer a su esposo por sus acciones y logros. Aprendió a desearlo en su cama porque lo necesitaba en sus celos y Kisumi le hacía el amor tiernamente. Aprendió a respetarlo porque conquistaba flotas inmensas y ni el más temible hombre se oponía a sus mandatos. Aprendió a protegerlo porque una vida sin él era una pesadilla. Quizá no lo amaba como hubiese anhelado, pero tenía un espacio grabado en su alma y cuerpo que ninguno ocuparía.

—¿Dónde está? —preguntó el pelirrojo a uno de los soldados que vigilaban la puerta sur del reino—. ¿Por qué no fueron tras de él?

—Kisumi dijo que los escoltáramos al barco —anunció, arrebatándole con sumo cuidado a Dya—. Por favor, acompáñeme.

—No subiré a ese barco sin él —declaró y se dio la media vuelta.

—¡Espere! —gritó el de cabellos negros al observar que Rin se marchaba—. ¡No puede irse, príncipe!

John, el joven de confianza de Shigino y protector de la princesa Dya, intentó detener a Rin al sujetarlo de la mano. Creyó que había conseguido frenar sus pasos, pero un estruendo resonó en la bahía. Él alzó la vista al cielo, contemplando cómo el fuego inextinguible se apoderaba de las casas a lo lejos.

—Tenemos que retroceder —ordenó al resto de la tripulación que trabaja a sus espaldas—. ¡Tenemos que retroceder!

La arena húmeda bajo sus botas tembló y una explosión los ensordeció a los segundos. En seguida, varios soldados corrían hacia la orilla de la bahía completamente quemados o unos todavía en llamas, gritando por ayuda. John y Rin intercambiaron miradas, perplejos ante la situación, y asintieron.

Tú, mi diamanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora