XXXV: Rendición

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La batalla de Rockland se había ganado. No quedaban sobrevivientes del bando enemigo, las flotas ardían en la superficie del mar. El pueblo celebraba en murmullos, rogando por el bienestar de su rey, pese a que no se sabía de él. La pequeña Dya vigilaba a los heridos, dando palabras de aliento como una futura líder.

Arata reagrupaba a sus soldados para prevenir cualquier ataque sorpresa y se mantenía al acecho en los fortines de la gran muralla que rodeaba el reino. Vivían, es verdad, pero no podía decir lo mismo de Rin Matsuoka. Era difícil aceptarlo, no obstante, tenía que pensar en la posibilidad de que ya estuviera muerto; no podían cantar la victoria.

Si el soberano más poderoso caía, el mundo colapsaría. Aunque la coronación de Rin había sido hace un par de meses atrás, era joven y sus ideas permanecían en las mentes de su gente. Rockland lo amaba y admiraba su valentía; lo veían como un modelo a seguir y, si lo asesinaban, una segunda guerra sería inevitable.

En Karabis, Toraichi preparaba a la Guardia Real y ponía orden al alboroto. Afortunadamente, no había pérdidas humanas ni destrucción. Lamentaba no haber ido con Haruka, pero lo necesitaban ahí. Si Seijuro volvía y los atacaba, debía mandar a los soldados y resguardar a los niños en los pasadizos secretos.

En cuanto a Rajar, era el país que hervía en las llamas del fuego. Los navíos principales de Seijuro Mikoshiba habían llegado hace unas horas y no habían dudado en iniciar la lucha que decidiría el destino del Reino Azul. Ambos querían ganar, pero sólo uno alcanzaría el trono cuando la noche cayera.

La entrada había sido penetrada por Los Usurpadores; Kazuma y Makoto peleaban con espadas en el patio del pueblo, y Nitori ayudaba a Momotarou a evacuar de emergencia. En el mar, los barcos disparaban poderosa artillería con cañones; destrozando a su paso lo que hallaban e incendiando la madera que ardía rápidamente.

—H—Haru —balbuceó, levantándose del suelo al percibir a su alma gemela. Lo sentía, iba a rescatarlo—. Haru vino —murmuró, tratando de limpiar la sangre que cubría su rostro.

El pelirrojo corrió a la puerta y la abrió. Asomó su cabeza por la abertura y salió al notar que estaba solo. Debía escapar antes de que Seijuro regresara porque, al haber asesinado al mensajero, él se convertiría en la siguiente víctima. No duraría un día más, ya ni siquiera caminaba bien por el dolor que le producía el movimiento de sus huesos.

Avanzó a través del pasillo oscuro hasta que al final divisó unos escalones. Tragó saliva y condujo su mano derecha directamente a su pecho; su corazón latía veloz, sus sentidos se avivaban conforme daba un paso hacia su destino y el aire comenzaba a faltarle. ¿Acaso nadie lo detendría? ¿En verdad podría huir?

Por supuesto que no, no se iría. Mikoshiba esbozó una sonrisa al encontrárselo al pie de la escalera y agarró al omega de los cabellos. Lo arrastró a la cubierta, en donde lo lanzó sin importar que lo estuviera lastimando más y que gimiera por el dolor que le causaba. Esos sonidos que provenían de su garganta seca le gustaban.

—Así que, deduciré que no te tocó —enfatizó, girándose para darle la espalda al menor, que aún se retorcía en el piso y trataba de recuperar sus fuerzas—. Ese color va contigo a la perfección —mencionó, refiriéndose a la sangre que coloreaba la hermosa cara de Rin—. Tenías razón, Haruka vendría por ti y yo iba a perder —susurró, contemplando el horizonte que se extendía delante de él. Las olas del mar golpeaban con furia, meneando el barco—. Ellos morirán, ahora somos tú y yo.

—Haru —murmulló, llamando en un jadeo al único que podría salvarlo de su miseria—. Por favor, ven.

—Oh, sí —aseveró, dando media vuelta para inclinarse y sostener el mentón de Matsuoka. Lo miró furioso; odiaba los bellos rubíes que, aun en el sufrimiento y la agonía, brillaban llenos de esperanza—. Esta mañana envié a los tripulantes a una guerra en la cual ya habíamos sido vencidos y me alejé sin ellos, ¿sabes cuán culpable me siento? Los abandoné para que no te tomaran a ti —bufó, chasqueando sus dientes. Frunció las cejas, mostrando esa expresión fría y siniestra que le caracterizaba—. Si Kazuma te recuperaba, mi plan sería arruinado.

Tú, mi diamanteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora