capítulo veinte

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—Ya pasaron los cinco minutos, Patricia. —Escucho la voz de Raquel difusa entre mis pensamientos. Ella fue quien me convenció de hacer esto, yo no quería, ahora estoy demasiado nerviosa. Estos han sido los cinco minutos más rápidos de mi vida, no quería que pasaran nunca. No quiero saber. No quiero enterarme. Eso lo haría más real. Eso me daría más razones para estar asustada—. Patricia —llama Raquel chasqueando los dedos frente a mi cara—, debes mirarlo. —Sé que es cierto. Tengo que enfrentar la realidad, tomar una decisión, hacer algo.

Pero no quiero.

—No quiero saber —susurro.

—Yo tampoco, pero...

—Tengo mucho miedo. —Raquel se tapa la cara con ambas manos y suspira con sonoridad. Parece preocupada. Pero ella no está en medio de un lío tan grande como yo; de hecho, no está en ningún lío—. No tienes que preocuparte —susurro poniéndome de pie frente a ella. Sus ojos oscuros me escudriñan y puedo vislumbrar lágrimas asomándose. Pongo mi mano en su hombro con suavidad. Mantengo la calma—. Todo está bien, no pasa nada.

—¡Cómo que no! —exclama—, ¡solo tienes diecisiete años, ni siquiera has terminado la escuela.

Nuestras miradas chocan cuando dice esto. Siento los ojos aguados y, por un momento, la entiendo. Es mi amiga. Se preocupa. Le importo.

Una presión enorme me atrapa al darme cuenta de ese hecho. El hecho de que esté preocupada por mí. Raquel, la chica que, en primera instancia, me metió a este mundo; la que me invitó a esa fiesta donde Daniel y yo conectamos de alguna forma. Podría culparla, pero no soy capaz. A pesar de que su actitud esta colmada de libertinaje, fui yo quien tomó decisiones. No es su culpa. Ella fue una puerta, yo entré y encontré de todo: cosas buenas, cosas malas... y la oportunidad de joderme la vida.

—Lo siento —digo. Y no sé si le pido disculpas por hacerla preocupar o por pensar que ella puede ser culpable de mis errores. Los que yo sola cometí.

—No tienes que pedirme perdón por nada, Patricia, no ha pasado nada.

Pero sí, sí está pasando algo. Y mirar el pequeño plástico con dos rallas brillantes mirándome acusadoras, me lo confirma, me hace querer morir.

Me quiero morir.

—Ay por Dios —susurra Raquel. Sus ojos se abren de par en par y una de sus pequeñas manos se posa en su boca. La observo con detenimiento como buscando la forma de que mi cerebro piense en otra cosa más que en lo que está justo frente a mí.

—No —sale de mí. Mi voz es aguda, débil, irreconocible.

—Patricia, estás embarazada. —Ya lo sabía, lo tenía seguro, pero escucharlo en voz alta lo hace cada vez más real—. ¿Qué vas a hacer? —No respondo.

No tengo ni idea. No sé qué demonios hacer. Estoy perdida.

 Estoy perdida

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No te atrevas a decirme que me amasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora