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Mi llegada a Bogotá fue tranquila y sosegada, ya sabían por todas partes que yo había comprado la casa de la esquina, que allí iba a funcionar una galería de arte. Adiela estaba sentida porque yo no le había contado sobre esa compra. Fue algo que se me ocurrió, quería invertir lo que me había ganado en algo que no fuera de alto riesgo, eso fue todo. Puse una cita con el tal abogado, donde Eduardo me había dejado todo arreglado. En medio de su desesperación y de su angustia Eduardo le había confiado muchas cosas. Me llamó la atención cuando me dijo, tenga presente, la madre murió de parto natural. Sentí miedo pero me acordé que mi amigo Eduardo me había guardado la espalda y se había apersonado del asunto.

Mirando en sus archivos dijo: - ese pobre muchacho dejó todo organizado, tengo su cédula antigua, una declaración atestiguando lo que pasó. Sería bueno que usted hablara en el colegio donde está la niña, para ir viendo qué terreno estamos pisando. Ya tengo la certificación que la niña es suya. Necesito dinero para poder empezar a mover rápidamente este trabajo. Me encontraba por primera vez en mi vida sin capital suficiente, salí y saqué dinero de mis tarjetas hasta lograr la suma de quinientos mil pesos, que era lo que me exigía para empezar, no sabía cuánto iba a valer el resto.

Llamé al sitio donde Eduardo se había hecho pasar por tía de Andreína, pedí una cita con la superiora, quien quedó de atenderme esa misma tarde. Tenía miedo de enfrentarme a la niña. Era una casa antigua con unos patios hermosos llenos de rosales florecidos, la sala de recepción estaba decorada con muebles antiguos, al fondo se veía la capilla, las madres solteras hacían aseo y escondían su pecado entre esas cuatro paredes. Al fondo se veían unos salones de clase, las alumnas eran pocas y había algunas personas mayores, todo estaba en silencio y cada quien estaba en lo suyo. La superiora se presentó, me mostró el sitio, me preguntó si yo era el padre de Andreína Montalvo, traté de explicarle que sí pero que ese no era su apellido y que yo era el padre, pero el miedo y la confusión hicieron que mi lengua se enredara y yo no daba explicación de nada, hasta el punto que mis emociones salieron a flote y estalle en llanto.

La Monja me tranquilizó, me explicó que la madre superiora anterior ya no estaba, pero que ella le había recomendado esa niña de una manera muy especial porque pertenecía a una familia influyente de Bogotá. Me contó que en una ocasión había ido una tía a visitarla, pero la niña no la reconoció, le prometió que su padre que estaba en el extranjero iba a venir por ella. En ese momento se apodero de mí un estado de ansiedad, tuve ganas de botarme al cuello de la monja y contarle paso a paso la verdad, empecé a sudar copiosamente, estaba dispuesto a hacerlo cuando entró la niña. Al mirarla sentí que las fuerzas me faltaban, era imposible, era un caso insólito, se salía de la realidad y quedé petrificado. Ante mí tenía una niña preciosa, con unos ojos iguales a los míos, yo estaba soñando y la niña me miraba aún más asustada. La superiora le mandó sentarse y le explicó que yo era su padre, que no la había reconocido antes porque vivía en otro país y porque a raíz de la muerte de la madre, los abuelos la habían dejado ahí en la Casa Betania.

Nadie hablaba, una hermana trajo una carpeta donde estaban todos los papeles y en donde aparecía un Eduardo Montalvo Porto como padre y algo extraño, la hermana no se explicaba por qué no estaba el certificado de defunción de la madre y mucho menos por qué ahora aparecía como padre un señor llamado Andrés Piñeros. Así las cosas lo mejor era hablar con la persona jurídicamente encargada, mirar la posibilidad de una adopción ya que en casi trece años nadie había aparecido.

Estaba tan agobiado y la niña me miraba con una timidez impresionante que solo nos despedimos de mano. Antes de volver donde el abogado, me quedé pensando en la opción de adoptarla como hija, hacer los papeles, pero ahora aparecía en los registros como hija mía y de una mujer que había muerto al dar a luz.

Llegué a la casa de la esquina, subí al Santuario, me arrodille, pedí perdón a Dios, a la niña que acaba de ver, a mis padres y supliqué que un ángel me iluminara qué debía hacer. Sentía ganas de irme, de perderme en algún sitio y olvidar esta historia tan estúpida que se había armado en torno a mí y en la que había irreflexivamente caído comprando una casa y diciéndoles a mis padres una mentira. Cada vez el hueco se abría más y más, salí de allí rumbo a mi casa, en donde había vivido feliz estos años, satisfecho con mi trabajo, con mis horas libres, con mis amistades, contento con las personas que me rodeaban, encantado de poder ver a mis padres, a mis hermanos, a mis sobrinas. En qué momento había cambiado mi tranquilidad por esta absurda tragedia.

Me sentía tan mal que busqué unas pastas para tranquilizarme y para dormir, me recosté vestido en mi cama. No sé si lo soñé o lo imaginé, pero oía risas de niños y una en especial que me llamaba papá. Llovió todo el día y esa fue la disculpa para no ir a verme con ese abogado de pacotilla. Necesitaba ponerme a trabajar, con las estupideces que había hecho, había quedado económicamente ilíquido, solo tenía unos pesos para comprar algo de comida, salí y fui hacia el supermercado.

EL PINTORDonde viven las historias. Descúbrelo ahora