14. La intervención de Dumbledore

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El parque al que habían ido estaba desierto. Algunos juegos estaban rotos y el césped un poco alto. Sólo habían caminado un par de cuadras para ir allí y lo habían hecho en completo silencio. Le asombró que Malfoy no la hostigara con preguntas respecto a lo que hacía en la casa del oscuro profesor ni sobre la indecorosa situación en la que los había encontrado. Interiormente se lo agradeció ya que no estaba preparada para responder aquellas preguntas cuyo significado no estaba segura de saber.

Hermione se sentó en uno de los columpios y, mientras con una de sus manos sostenía al pequeño, con la otra se aferraba a la cadena. Sus pies le daban el leve impulso necesario para empujar el suelo y así mecerse. Alzó los ojos y, sentado en una de las bancas, lejos de los juegos, vio a Draco. Él no la estaba observando ni prestaba atención alguna a lo que hacía. Su mente parecía estar a cientos de kilómetros de allí, perdido en sabe quién qué cosa.

Ella jamás lo había entendido. Él, al igual que Severus, representaba un misterio que captaba su atención y así había sido desde la primera vez que lo conoció, en su primer año. Una triste sonrisa apareció en sus labios mientras algunos recuerdos le llegaban.

Pero algo la sacó de ese ensimismamiento en que momentáneamente había caído. Fue el timbrar de un celular y, lo asombroso de aquello, era que no se trataba del suyo sino del de Draco. ¿Él usando un aparato muggle? Abrió los ojos inmensamente cuando comprobó que así era.

El joven sacó el aparato del interior del bolsillo de su reluciente saco negro y, como si fuera lo más normal del mundo, atendió. Pronto una sincera sonrisa apareció en sus labios, acción que la dejó aún más anonadada. Y no necesitó estar cerca para ver el brillo de alegría de sus ojos.

Una idea se coló por su mente pero era demasiado grande y asombrosa como para ser verdad.

Ella también sonrió al verlo colgar y, cuando sus miradas se toparon, una conexión silenciosa que ella había creído acabada volvió a nacer.

...

Severus caminaba de un lado al otro por la pequeña sala de su casa. Daba grandes zancadas, ondeando su capa detrás de sus pasos. Su frente estaba fruncida y sus ojos no dejaban de lanzar dardos invisibles a cierta persona que no tenía frente a él pero que le gustaría asesinar con gran placer. ¡Merlín! Ya había pasado más de dos horas y aún no regresaban. ¿A caso tan largo era el paseo que habían querido dar? ¿Tan ensimismados estaban en ver el paisaje y entretener a la mandrágora que no se habían dado cuenta de cuán tarde era? El sol todavía estaba en lo alto y, muy en su interior sabía que no era, precisamente, tarde, pero dos horas le parecían más que suficientes para dar un condenado paseo.

Salvo que estuvieran haciendo algo más...

No. Negó con la cabeza. Se negaba a pensar en ese "algo más" que podría mantenerlos tan ocupados. Se negaba a pensar en la idea de que Hermione alguna vez estuvo con el maldito rubio oxigenado, que él fue quien la besó, que la acarició y la tocó como deseaba hacerlo.

—¡Maldita sea!—gruño en voz alta cuando se dio cuenta que un minuto más había pasado y ellos aún no regresaban.

Apretó sus manos en puño con tanta fuerza que sus nudillos quedaron blancos de la presión.

Sintió su corazón latir desbocadamente cuando unas llamaras verdosas inundaron la chimenea y una silueta comenzó a formarse en ella. No pensó por ningún instante que no se trataba de ellos y por esa razón una profunda decepción lo invadió cuando se dio cuenta que no se trataba de nada más que Dumbledore.

—¡Ah, es usted!— dijo con molestia mientras se dejaba caer con cansancio en su sillón favorito.

Albus alzó una de sus cejas y lo contempló con suspicacia.

Sentir causa demasiado dolorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora