Las vacaciones siempre habían sido una de las mejores cosas que me pasaban en la vida, pero cuando estaba con mi familia eran insoportables. Más que nada porque mis padres nunca estaban en casa y tenía que pasar la mayor parte del tiempo con la asistenta. No es que no tuviera amigos, es que era tan egoísta que prefería pasar el día ocupada en mis pensamientos antes que pasar el día escuchando problemas de personas que no eran mi familia, porque sinceramente, con eso ya me parecía suficiente.
Pero aunque prefiriera estar sola, nunca me gustó estar en casa de mis padres, es más, lo detestaba como los vampiros detestan el ajo. Y todo eso era porque la asistenta era una mujer de unos sesenta años que pasaba el día hablando de sus hijos, y también porque estar sola en una casa enorme era aburrido, así que únicamente iba a verles en Navidad, en Semana Santa y algún que otro fin de semana suelto. El resto del año lo pasaba en casa, en mi casa, un duplex en el centro de Patcham, cerca de la universidad de derecho en la que estudiaba (o al menos lo intentaba). Era un apartamento de dos plantas en el que la cocina, el salón y el baño estaban abajo, y en la parte de arriba había un pequeño estudio y una habitación. Estar en casa me producía una sensación de paz inconfundible, sólo estábamos yo y mis mejores y peores amigos, mis pensamientos.
Se podía decir que era una muchacha bastante solitaria, por que a los 19 años todas la chicas están pasando de fiesta en fiesta, llegando a altas horas de la madrugada a casa y haciendo el tonto por todo Inglaterra con sus amigos. Y no es que no tuviera amigos porque fuera antisocial, solía ser bastante social, mi problema era que me gustaba estar sola, vivir sola y solucionar mis cosas sola, algo que en cierto modo no consideraba un problema.
Nunca ningún chico me trajo a casa después de una noche desenfrenada de fiesta en la que los jóvenes acababan vomitando por cualquier esquina escondida, y con lo mala que era en el amor, pensaba que probablemente nunca nadie lo hiciera. Mis relaciones amorosas se reducían al uno. Mi única pareja fue un jugador de golf del campo privado de mi padre, un socio de 16 años. Mi padre no aprobaba que estuviera con él y acabo diciéndome que la cosa no funcionaba un año después de estar saliendo. También tuve un amor en el colegio que me rompía las cartas en las narices y se reía de mi en toda mi cara, lo pase tan mal que me prometí a mi misma hacerme la dura con cualquier chico y por eso seguía virgen a los 19 años.
Solté las maletas en la entrada y subí a mi habitación a ponerme algo más cómodo. Bajé de para prepararme un sándwich. Abrí la puerta del armario en el que guardaba el pan y lo sujeté con ambas manos hasta ponerlo en la encimera. Luego me dirigí al refrigerador para buscar algo que echar en el pan, y mi cara si que fue un pan cuando descubrí que lo único que había en mi nevera era una mermelada rancia de frambuesa y una botella de leche. Eran las dos de la tarde de un domingo, así que no me quedo más remedio que hacer una lista de la compra e ir a comer a un restaurante.
Más tarde, fui al videoclub a buscar algunas películas para ver. La máquina de películas estaba averiada y el dependiente no estaba porque, como ya he dicho antes, era domingo.
Intenté espantar la idea de que no tenía buena suerte de mi cabeza y caminé hasta el portal del apartamento. Me llevé la mano al bolsillo derecho del pantalón, donde solía guardar las llaves, y no estaban. Las busqué por todos los demás bolsillos. Nada. Supuse que las había dejado dentro, así que me senté para pensar en una solución. Se me ocurrió escalar, pero sería demasiado peligroso, por eso de que vivía en un tercero. Pensé en llamar a mi casera y pedirle otra llave para hacer una copia, pero el problema era que esa casa era de mis padres y la única llave que había era esa. Me anote mentalmente que debía hacer una copia de la llave y dársela a la vecina.
Llame al piso de Claire, una vecina de 23 años que me recibió con mucho cariño cuando llegué.
-¿Quién es? -Preguntó la dulce voz de Claire.
-Em... Claire, soy Ceres... ¿puedes abrirme la puerta?
-¡Claro! -Respondió alegremente sin preguntar el porqué.
-Muchas gracias.
Sonreí abiertamente a pesar de que sabía que no veía. La puerta dio un crujido la empujé con poco esfuerzo y entré dentro. Toqué el botón del ascensor y recé porque no me quedara encerrada en él, la claustrofobia en estos casos jugaba un papel demasiado importante. Por suerte, el ascensor me llevó bien hasta mi planta.
Tocaba pensar una solución para la llave. Podría llamar a un cerrajero, pero era domingo y no tenía ni idea de si vendría a cambiarme la cerradura. Descarté esa opción y llamé a mi padre. Fue un acto involuntario, mis dedos marcaron el número y le dieron a llamar sin apenas pedir permiso a mi cerebro.
Respondió al cuarto toque.
-Hola Ceres, ¿qué tal has vuelto a casa? -Contestó a mi llamada.
-Bien, como siempre -dije con la voz algo cansada-. Pero tengo un problema.
-Cuéntame -respondió sereno.
-Hace un rato que salí a comer porque tenia la nevera vacía, y cuando he vuelto... bueno, no tenía llaves y ahora no puedo entrar -dije algo nerviosa por la posible reacción de mi padre, solía ser muy impredecible con sus estados de ánimo. Estaban empezando a sudarme las manos
-Está bien, no te preocupes -paró un rato y pude escuchar como resoplaba y trajinaba con papeles-. Aquí está. Tengo el número de un cerrajero que hay por la zona, apunta.
Mi padre dijo el número y yo apunté cada uno de los que decía. Luego le agradecí la ayuda y me despedí.
Marqué el número de la empresa de cerrajeros y esperé a que descolgaran. Les expliqué mi situación y me dijeron que estarían allí en un momento, que he de admitir, me pareció eterno.
Vino un joven con barba muy amable que me cambió la cerradura.
-Está te la quedas tú -me dio una de las llaves y levantó la otra- y ésta se la das a una vecina de confianza.
Asentí y entre en el apartamento para darle el dinero que le debía. Por último, le di las gracias y cerré la puerta suavemente. Luego me apoyé en ésta y resoplé.
Me tumbe en el sofá, a los pocos minutos me quedé dormida. Me vino bien desconectar de tanto estrés.
Sonó el chirriante despertador justo cuando el sol asomaba por una esquina de la ventana. Me desperté con un rayo de luz encandilando mi vista. Me froté ojos con las manos y me incorporé en el sofá. Caminé hasta la mesilla de noche para apagar el dichoso despertador y me dirigí al baño. Me reí un poco cuando vi las costuras del sofá plasmadas en mi cara, y luego me metí en la ducha.
Cogí unos jeans largos, un jersey ancho y me puse las convers blancas. Agarré el maletín de la universidad y me encaminé hacia la parada del autobús. Estaba al punto de sacarme el carné de conducir cuando me tuve que ir al casa de mis padres de vacaciones, así que tuve que volver a apuntarme a las clases y mientras tanto, debía utilizar el transporte público para ir de un sitio a otro.
Cuando llegué allí, me entretuve en buscar mi clase y cuando la encontré, me senté en las mesas del centro. No me gustaba pasar la clase demasiado cerca, y mucho menos, demasiado lejos. Así que me senté allí y esperé al profesor.
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¿Destino o suerte?
RomanceLlamarlo destino, llamarlo suerte, ¿qué más da? Ambos teníamos claro que si nos conocimos fue por algo. « -No me tienes miedo a mí, sino a lo que sientes cuando estas conmigo. ». Tráiler en el epílogo.