Capítulo 2

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La primera clase era, como siempre, la del señor Matthew.

Estaba estudiando derecho por mis padres. Mi madre era abogada y mi padre juez. No me entusiasmaba mucho, la verdad era que me gustaba más ocupar mi tiempo escribiendo o dibujando. Había hecho ya varios libros infantiles para una asociación del hospital de niños con cáncer. Cada año hacían un evento para recoger juguetes y libros en desuso y me pedían hacer libros. Entonces me tocaba pensar en una historia, escribirla y hacer sus dibujos. Después la mandaba a una imprenta para que me imprimiera y cosiera las hojas, y por último, mi club de lectura de verano me ayudaba con las pastas.

No conseguía nada de dinero haciendo eso, pero lo cierto era que no lo necesitaba, mis padres poseían más del que me gustaría imaginar, y eso solo lo hacía para ocupar mi tiempo libre de unos veranos calurosos en los que no había mucho que hacer.

Solía pasarme las clases dibujando, lo cual me había llevado varias veces a tener broncas con mi familia por no aprobar los exámenes, pero mis padres insistían tanto que al final acababan pagandomelo todo para que consiguiera aprobar. Y no me refiero a cosas, si no a que le pagaba cantidades enormes de dinero a los profesores para que yo aprobara.

Sinceramente, ser hija única de padres ricos era una mierda.

El señor Matthew entró en la clase con los libros cargando en un brazo. Posó su vista cansada en la silla del profesor y justo después miro a toda la habitación. Suspiró y hablo serio y cansado.

-Buenos días.

Las doce personas que estábamos en la clase le respondimos lo mismo.
Al poco rato se empezó a llenar la habitación de gente y cuando ya había una cantidad considerable de personas y habían pasado al menos quince minutos desde que sonó el timbre, el profesor comenzó la clase.

Pocos segundos después, un chico entro exasperado en la clase, abrió la puerta con brío y respiró bastante fuerte, como si hubiera estado corriendo. Cuando recuperó el aliento, se incorporó y se puso serio.

-Lo siento señor Matthew.

-No importa hijo, pero que no vuelva a pasar.

El profesor era un hombre mayor y muy bueno. Me pareció siempre una persona increíble y lo adoraba porque casi siempre me ayudaba cuando tenía problemas. Era un gran amigo de mi padre y para mi era como de la familia.

El chico se colocó bien la mochila al hombro y comenzó a andar con aire chulo. Me llamó la atención porque nunca antes lo había visto en esta zona de la universidad (ni en ninguna otra), y también por su extravagante aspecto. Llevaba unos botines negros que hacían ruido al andar, con unos pantalones muy pegados negros, una camiseta blanca desgarrada por todas partes que dejaba ver su torso tatuado y una chupa de cuero, también negra. Tenía el pelo oscuro, negro azabache, un poco largo y ligeramente echado a un lado, los ojos azules, de un azul demasiado frío, unos labios gruesos por abajo y finos por arriba y dos piercings, uno en la parte derecha de la nariz, y otro en el lado opuesto del labio inferior. Debo admitir que me aterrorizaba aquél chico. Tenia una mirada demasiado estremecedora y odiaba que llevara más maquillaje en los ojos que yo. Era la clase de de chico al que nunca me acercaría.

Pasó por mi lado y me miró fijamente a los ojos, con esa mirada tan fría y esos ojos tan maquillados. Me sentí intimidada y bajé la vista hacia el cuaderno. El se sentó detrás de mí y pude notar un escalofrío recorriendome el cuerpo.
Me asustaba aquel chico, me provocaba algo que me hacía temblar.

***

Cuando salí de allí, me dirigí a toda prisa a la parada del autobús. Aún estaba pensando en aquel chico tan raro cuando me monté en el bus, sus ojos claros se quedaron grabados en mi cabeza, y no dejaron de hacerlo hasta que me bajé y recordé que debía ir a comprar comida. Me pase por un supermercado que había cerca de casa y acarreé con todo hasta el apartamento.
Iba a ponerme a ver la televisión justo cuando empecé a escuchar algo que parecía un maullido procedente de la ventana del salón.
Me acerqué a mirar. Había un pequeño gatito en el cubo de basura del edificio. No tardé en bajar, lo subí a casa y lo bañé un poco para quitarle el olor a basura. Después de secarlo me dirigí a la cocina. Lo dejé en la encimera mientras le echaba algo de leche en un tazón y me acomodé en una silla junto a él. Era completamente blanco, aunque cuando lo recogí era de un tono grisáceo. A juzgar por su tamaño, a penas tenía dos meses.
Cuando terminó, se paseó intranquilo por el filo de la encimera como queriendo bajarse, así que lo dejé en el suelo mientras me preparaba un sándwich. Pensé en ir a una tienda de animales para comprarle comida y llevarlo conmigo podía ser una opción, así que cuando terminé, me acomode el pelo en una coleta desenfadada y con las llaves en una mano y el gato en la otra, me dirigí a la tienda de animales que había en la esquina de la calle.

¿Destino o suerte?Donde viven las historias. Descúbrelo ahora