Voces

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De pequeña recuerdo que tenía miedo de la noche.

Y es un recuerdo muy vago y muy lejano porque los adultos somos así, olvidamos a las primeras de cambio los pavores inservibles y a otra cosa.
Digamos que somos de problemática pragmática e imaginación de subsistencia, rudimentaria.

Pero... Pensándolo bien, rebuscando...
No recuerdo ningún otro problema de adulta que me haya causado más insomnios,
angustias y llantos ahogados...

Era meterme en la cama, apagar la luz y caer en el más absoluto desamparo, sumirme en un limbo viscoso de sombras
y no-natos pendulantes,
habitado por los peores demonios,
que sabían mi nombre
y pellizcaban con los ojos.

Así cogí la costumbre de dormir con la cara tapada y con la espalda en la pared. La idea de que me cogieran por la espalda me aterraba.

Y lo peor no eran las imágenes, las visiones.
Lo peor eran las voces.
Las risas,
en mitad de semejante espectáculo siniestro,
los chillidos ausentes de los que vivían allí,
si es que alguien, por muy monstruo de tres cabezas, pudiera llegar a vivir allí.

Horrible. Horrible.
Sin Dios.
Sin sentido.
Como en un cuadro de El Bosco.

De ahí aprendí a convivir con los peores espectros, con una imaginación extremadamente avanzada de precisión laser, casi alienígena, y a entablar conversación con Quasimodos y otros seres realmente ruines.

La otra noche lo estuve pensando...

Hace siglos que no me visitan...

Le estuve dando vueltas...
En qué punto del trayecto se me perdió este universo.

Me dió pena verme adulta,
así, de repente,
a la caverna de la imaginación rudimentaria.

Y claro, sólo pude darle dos respuestas lógicas a mi pérdida:

La certeza de que una lamparita bastaba para matar a esos bichos.

Y la certeza de que los peores bichos actúan sin piedad y a plena luz del día.

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