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13 de Julio del 2018.



6:40 p.m.

Tan agobiada y sin pensar en que hacer, cogí del bolsillo delantero de mi bolso un paquete de cigarros y destape el paquete. Saqué un cigarrillo de la cajetilla y presioné las bolitas de sabor hierva buena y menta, lo puse entre mis labios y con el mechero; encendí el dichoso cigarro.

Le comencé a dar calada tras calada.

Dentro de mí había crecido un sentimiento de pesadez y cansancio. No paraba de repetirme las palabras que nunca me gustaron escuchar en mi cabeza. Siempre eran las mismas. Las mismas palabras destructivas que decían y se quedaban encerradas en mi maldita cabeza; en mi maldita memoria.

En cuando menos me di cuenta, el cigarro ya se encontraba casi acabado. Dos caladas y me lo abría fumado entero. Era un buen método para relajarme y olvidarme de todo lo sucedido día tras día. Hora tras hora. Minutos tras minutos.

¿Porqué coño no podía dejar de pensar en él?

Era peor que los cigarros. Era vicioso. Tener su rostro en mi cabeza, sus ojos, su sonrisa, su nariz, sus cejas, su cabello, el color de su piel, el tacto de sus manos al saludarnos, sus mejillas, sus pestañas, sus uñas... ¡ERA HORROROSO!

Tanto pensar en él me había entrado hambre pero, no me encontraba en casa; lo cual implicaba no poder comer nada dulce hasta que volviera.

Y eso haría justo ahora.

Volver.

Apagué el cigarro que ya me había acabado y guardé la cajetilla y el mechero de vuelta en el bolso estilo riñonera que traía cogido por mi cintura.


8:27 p.m

Caminaba hacia el pequeño local de comida que se encontraba tres calles al lado de mi casa.

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