II

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20 de noviembre, 1997

— ¡Abel! ¡Devuélveme la pelota!

— Si la quieres, tendrás que venir por ella.

— ¡Abel!

— Alcánzame, Brent.

— Le diré a mi madre si no me la entregas. — Le indiqué entre sollozos.

— ¡Eres un llorón!

—Devuélveme la pelota.

—De ninguna manera.

Abel es mi hermano mayor, realmente se parece a mamá, cabello negro, un tanto largo y chino, ojos grandes de color marrón. En cambio yo me parecía mi padre, o bueno, eso era lo que solían decir la mayoría. Moreno, cabello corto ondulado y ojos pequeños de color negro. Mi padre en una versión más joven.

La mayor parte del tiempo tenía una pelota de color azul, pelota que mi madre me había regalado por mi cumpleaños número 10, la adoraba y a Abel le encantaba hacerme irritar al quitármela. Mientras me encontraba distraído, se acercaba a mí con cautela y me arrebataba la pelota de las manos, pues yo no la dejaba ni un solo minuto. Abel tomaba la pelota y con prisa huía corriendo por todo el patio trasero de la casa, el cual estaba cubierto por una densa capa de césped, lo que lo convertía en una excelente superficie para estar descalzo y era aún más placentero cuando le cubría el rocío por las mañanas. Yo no le tenía miedo a su tamaño, y él no le temía a mi corta edad. Aquel día Abel corrió hacia el interior de la casa —La comida estará lista en 10 minutos, así que, ustedes dos directo a la ducha— Nos advirtió la niñera, sin embargo, hicimos caso omiso y pasamos tan rápido como pudimos, llegando así, hasta la habitación de nuestra madre, allí, me abalance sobre él, intentando alcanzar mi pelota, pero sin querer le empujé y caímos cerca del tocador, allí se encontraban los perfumes, lociones y pomadas más finas que conservaba nuestra madre con tanta meticulosidad. Al caer, el golpe provoco que aquel tocador se tambaleara, haciendo que uno de los perfumes, callera al suelo, rompiéndose en varios trozos, con el tiempo me enteraría que era un 24 Faubourg Hermes, edición limitada, uno de los más costosos, pues mi madre los conservaba por varios años. Claramente el líquido que se hallaba dentro se derramo y la habitación se inundó del aroma, todo el lugar apestaba. Ambos nos quedamos pasmados al ver aquel perfume derramado en el suelo y lo único que hacíamos era mirarnos el uno al otro como un par de tarados. Me llené de pánico y no dejaba de pensar en el castigo que nos impondría nuestra madre si se enterara de lo que había pasado con el perfume.

— ¿Qué le diremos a nuestra madre ahora? —Dije, espantado.

—Vamos Brent, tranquilízate un poco... Ya pensaré en algo.

—La culpa es tuya, si no te hubieses llevado mi pelota, nada de esto habría pasado.

—Pero si tú me empujaste.

—Sí, pero...

—Mira... mejor ayúdame a solucionar esto.

—Está bien... Tengo una idea, espera aquí.

Salí de la habitación con tanta rapidez, que pensé que la idea que tenía era grandiosa, pero luego de un par de minutos regresé y lo que había traído fue para Abel algo realmente impresionante. Al salir, me dirigí hacia el baño y tomé el aromatizador que nuestra madre dejaba siempre allí. Cuando llegué a la habitación, lo presioné varias veces — ¿Qué haces? —Preguntó Abel, a lo que respondí "¿Recuerdas que nuestra madre nos dice que lo usemos cada vez que hiciéramos poo, que de esa manera, el baño no apestaría?" reconozco que al principio me pareció algo muy tonto, pero luego de ver su rostro espabilado, fue la cosa más graciosa que habría podido pasar. Ya había esparcido todo el aromatizador por la habitación y debo admitir que había disfrazado muy bien el aroma a perfume. Oímos el sonido de la puerta principal abrirse — ¿Dónde están mis ratoncitos? —Sin duda era ella, nuestra madre, la única que nos llamaba de esa manera y es que decía que nos parecíamos a un par de ratoncitos, muy activos, ágiles y enérgicos, claramente no podía ser más apropiado. Bajamos rápidamente por las escaleras para encontrarle y ahí estaba, tan hermosa como siempre, extendió sus brazos y los abrió tan grande como pudo para recibirnos a Abel y a mí con un cálido abrazo. Sentía un vigor en el corazón al estampar mi pecho sobre el de nuestra madre, ella siempre fue la personificación de la ternura, es la tierra viviente a que se adhiere el corazón, como las raíces al suelo. Es nuestra heroína favorita. Con altísima delicadeza, acercaba sus labios a nuestros rostros y nos entregaba a ambos dos besos, uno en cada mejilla, proporcionándonos toda la devoción que ella sentía por nosotros, para luego obsequiarnos su bella sonrisa.

Sin Miedo A NadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora