Epílogo

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Brent

Miré un poco aturdido alrededor de la habitación, hacia las densas cortinas de color rustico, fabricadas especialmente para que no permitieran la filtración de la luz solar. Miré el reloj, que anunciaba que eran las siete pasadas. Y, al comprender dónde estaba, de repente se me encogió el estómago por el miedo. Salí de la cama a duras penas justo a tiempo para vomitar en el pequeño aseo. Me arrodillé en el suelo de baldosas, con el sudor esparcido por la frente y la mejilla presionada contra la fría porcelana. Oí la voz de mi madre, sus protestas, y sentí un miedo lúgubre que me envolvía. No estaba preparado. No quería volver a fracasar. Con un gruñido, me incorporé, vacilante, solo para vomitar de nuevo. No logré comer. Simplemente me bebí una taza de café caliente, me duché y me vestí, con lo que me dieron las ocho de la mañana. Miré la ropa sobre el asiento, que había elegido la noche anterior y me pregunté si sería apropiado para el lugar al que iba. ¿Iría todo el mundo de colores oscuros? ¿Debería vestir algo más colorido? Comprobé si había recibido llamadas en el teléfono móvil y me pregunté si podría llamar antes de ir o sería mejor que fuese una sorpresa. Era probable que estuviera ocupados con algo de su cuidado y desistí al pensar que tal vez respondiera alguien diferente. Me puse un abrigo para protegerme del frío y me puse cerca de la ventana, y los minutos poco a poco comenzaron a pasar. Creo que nunca en la vida me había sentido tan emocionado de verle. Cuando se me hizo insoportable permanecer en la habitación, me quite el abrigo, lo arroje en la cama y salí. Iba a comprar un periódico y esperar en una de las sillas de madera del parque. Era imposible que fuera más desagradable que aguardar sentado en esa habitación en silencio o con los canales de noticias y la oscuridad sofocante de las cortinas. Cuando pase la mirada por el lugar, vi la cabina, situada con discreción entre unos árboles. De repente, supe con claridad con quién quería hablar. El instinto me dijo que sería una de las pocas personas conectadas en ese preciso momento. Entré en la cabina, tome el teléfono, ingrese una moneda y marque.

—Becca, ¿Estás ahí? — Fue lo primero que dije al escuchar una voz al otro lado del teléfono.

—Buenos días, Brent. ¿Te has fijado en la hora que es? — Pregunto en medio de un gran bostezo —Algunos queremos dormir.

—Estoy a punto de comenzar el día más extraño de mi vida — Ella sabía a qué me estaba refiriendo yo exactamente — Estoy un poco nervioso.

— ¿Dónde estás?

—En un parque, el mismo de siempre. No soportaba estar ni un minuto más encerrado en las cuatro paredes de mi cuarto.

—Solo hazlo, Brent.

Comprendí que estaba conteniendo el aliento. Mis dedos permanecían inmóviles sobre el teléfono — Iré — Dije, para luego colgar. No sé qué esperaba. Tal vez un edificio blanco próximo a un lago o unas montañas nevadas. Al llegar hasta el lugar, camine hasta la puerta. Me quedé quieto. Miré la puerta cerrada, tan similar a la que vi durante todos esos meses en el apartamento de Ian, respiré hondo. Y asentí. En ese momento me abrió la señora Smith. La salude sin tener contacto alguno, luego me condujo hasta la habitación donde se encontraba y me pidió que entrara. Vi la cama antes de verlo a él; dominaba la habitación la madera oscura que la envolvía, su edredón de pintorescos estampado floral me trajo gratos recuerdos y las almohadas que extrañamente no combinaban con nada en ese lugar. El señor Smith se encontraba sentado en la cama junto a él y una canasta de frutas al otro lado. El señor Smith tenía una sonrisa que parecía dividirle el rostro, inclinado sobre las rodillas, las manos juntas como estuviera rezando. Alzó la vista cuando entré, revelando unos ojos enormes al levantarse — Brent — En mí afloró un breve sentimiento de alegría por él.

La habitación era grande y estaba bien iluminada, había un suelo de baldosas y alfombras que lucían costosas, y un sofá al otro lado que daba hacia unos grandes ventanales. Regrese la mirada hacia la cama. Los ojos de Ian se clavaron en los míos y, a pesar de todo, a pesar de mi ansiedad, de haber vomitado dos veces, de la sensación de no haber dormido durante un año, de repente me alegré de haber venido. O, más que alegrarme, me sentí aliviado. En ese momento Ian sonrió. Su sonrisa era muy adorable, tranquila, llena de aprecio. Me vi a mí mismo devolviéndole la sonrisa.

Sin Miedo A NadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora