VI

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29 de enero, 2003, Londres, Reino Unido, Inglaterra.

Pasó otra navidad y otra vez la nerviosa sensación del miedo inexplicable a lo desconocido. La escuela secundaria. Recuerdo cuando inicie el primer ciclo, tan solo tenía 11 años, Abel estaba dos años más adelantado que yo, por lo que pocas veces nos cruzábamos. Se trataba del primer día de secundaria, con escuela nueva, compañeros nuevos, profesores nuevos y menos exequibles, preceptores que poseían un aspecto severo. Apenas conocía el lugar, solamente lo había visitado una vez y fue cuando mi madre y yo fuimos para realizar las inscripciones, no estaba seguro ni de cuál era la puerta de entrada, sin embargo en el frente de la fachada se encontraba una gigantesca puerta, llena de ropa azul y polleras grises. Comencé a mezclarme entre el alumnado, alzaba la mirada y echaba un vistazo alrededor y nada, no había opción, ningún rostro se me era familiar. El lugar lucia imponente por lo que agache la vista tratando de ubicarme en algún lugar, cuando una voz delgada, de una chica, se me hizo conocida — ¡Brent! —Escuchaba como lo repetían una y otra vez a lo lejos. Era Becca. Respire profundo porque no quería pasar esa travesía solo y que mejor compañera de batalla que ella, quien había sido mi amiga desde la infancia.

— ¿Nervioso? —Preguntó ella.

— ¿Se nota mucho?

—No. No tanto.

— ¿De verdad?

—Solo te suda la frente y caminas como si tuvieras un nabo entre las piernas.

— ¡Oye! —Limpie mi frente con el antebrazo y me enderece.

—Querías la verdad—Sonrió.

—Por el momento todo va bien.

—Espero que continúe así.

— ¿Ya viste a esos hombres?

— ¿Los militares? —Bromee.

Los preceptores y muchos profesores eran hombres y encima medio desengañados. Uno de ellos anuncio —Los alumnos que inician el primer ciclo, por favor formen acá— Con la mano señala una línea imaginaria donde debían agruparse los pubertos nerviosos como Becca y yo. A lo lejos alcance a ver a Abel, levante mi mano y con una sonrisa en mi rostro grite su nombre. En seguida un hombre de blazer se acerca a mí y me pide que guarde la compostura. Al ingresar a las aulas, Becca se sienta junto a mí, los asientos eran individuales, de color blanco y con una pequeña mesa formando una sola pieza. Pasa un breve pero solemne discurso que no escuché y enseguida entra el preceptor con traje y corbata y porte de militar — Todos de pie. Les presento a la profesora de Geografía, la señora...—El ensordecedor ruido de los muchos zapatos golpeando el piso a la vez y de los bléiseres flameando no permitió escuchar el apellido. Detrás del hombre, aparece una señora bastante joven que apenas saluda, deja un par de libros en el escritorio del frente y sin dar tiempo a ninguna reacción comienza una clase con mapas europeos. Aún faltaban los de matemáticas, ciencias, música y castellano. Cuando llegue a casa, esa tarde estaba mi madre allí, aguardando a mi llegada para que le contara a cerca de mi primer día en la secundaria y todas las novedades de ello. A pesar de ello, me sentí más tranquilo. Pasó lo peor. Al menos hasta que llegara el verano. Así, hasta que estaba por concluir el último ciclo de la secundaria.

Una mañana, más o menos a las siete, me levanté súbitamente impulsado por una molestia nerviosa que se iba acomodando inevitablemente en mi cabeza, me vestí luego de una pasada rasante por el baño para orinar y apenas lavarme un poquito la cara y ya estaba listo para lo que restaba de la secundaria. Faltaba poco más de una hora para que comenzaran las clases. Abel ya había terminado la secundaria y decidió continuar con la natación, tanto que en unas semanas viajaría a Italia para una competición intercontinental, representando a Inglaterra. Desde el principio sabíamos que su destino etaria guiado por el agua. Quizá pude seguir sus pasos, pero después de aquel accidente que me dejo casi dos meses sin poder asistir a las clases de natación, comencé a interesarme en otras cosas, como en aquel libro que me había regalado la abuela en la navidad del 97. Al principio me parecía tedioso leer esas interminables páginas, pero ante las eternas horas de aburrimiento, sentado en cama o en lo sofá de la sala, con la pierna escayolada, no tenía más opción. A veces me acompañaba Becca después de la escuela, pero la mayoría del tiempo, aquel libro era mi confidente. Poco a poco comencé a interesarme en esos temas.

Sin Miedo A NadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora