17. Acurrucándose juntos

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La sumisión en las noches de invierno, resultan en un terror para mucha gente. Que no soportan el frío, la soledad, la oscuridad y todo lo que conlleva la estación helada. Indiscutiblemente -y aunque le cueste aceptar- para Keiji ese hecho no se le escapaba de las manos. Porque son mayores las veces que le tocó afrontar la penumbra en una completa soledad que las sábanas y la calefacción, no alcanzaban a producirle regocijo alguno.

Es sábado por la noche y las calles en Tokio se encuentran blancas y vacías, triste y tenuemente iluminadas por las luces artificiales de la ciudad que apenas llegaban a combatir el negro nocturno. No hay centímetro del suelo que llegue a salvarse de la incandescente nevada, y hasta la atmósfera se ve afectada por la neblina.

No hay razón, entonces, para negar el hecho de que Kuroo no haya vuelto a casa esa noche; y mucho menos para negar su fuente de calor corporal. Suponiendo que no hay peor panorama que la falta de electricidad, y por ende, de calefacción en una noche de grados negativos. Tener a Kuroo como estufa personal convertía la situación desgraciada en un beneficio inesperado para ambos, y que, sorpresivamente -o no- para los dos, no les costó mucho llegar a esa comprometida situación.

Y aunque no hay palabras que se dicten para hallar lógica alguna, ni Akaashi ni Kuroo se molestaron en buscarlas, siquiera para iniciar conversación. Descubrieron que el gusto se encuentra en situaciones inesperadas como esas, y ambos se encuentran cómodamente bien.

Distintas cosas descubrieron esa noche. Kuroo, por su parte, que el aroma del cabello de Akaashi era peligrosamente embriagador; que su contextura a lo lejos parece delgada, pero al contacto se encuentra firmeza en la musculatura; y por último y destacable, la suavidad de su piel, tan placentera como el terciopelo.

Por otro lado, Keiji encontró en el ritmo cardíaco de Kuroo, un tranquilizador natural; y que pasados los minutos, hasta su propio pulso podía sincronizarse con esa percusión. También, que la respiración ajena le hacía cosquillas en la nuca, y lejos de desagradarle, lo atesoró como un pequeño detalle de placenteros recuerdos. Y así, con tanta paz reinando en el ambiente, se dejaron caer en el profundo abismo del sueño, con la certeza y calidez de que los brazos del otro, no los dejarían tener pesadillas.  

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