Murphy

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Aitana

Dice la Ley de Murphy que "si algo malo puede pasar, pasará"; pues bien, hoy parecía que todos los actores se habían conjeturado en mi contra y al desastre de fitting de esta mañana se le habían sumado, una manifestación, que había redistribuido todo el tráfico del centro haciendo que diésemos mil vueltas para salir del centro de la capital, y un atasco inmenso, provocado por las obras, en el que según el taxista era "el atajo" que debía recorrer para llegar al ensayo.

A mi, ya de por sí habitual, estado de nervios antes de un ensayo se le sumaba ahora que es muy poco profesional llegar tarde, por lo que todo ello estaba haciendo que mi cuerpo pareciese un robot que sólo era capaz de repetir una rutina: mirar el reloj, recolocar mi flequillo, agitar mi pierna contra el suelo y volver a mirar el reloj...

En cuanto el vehículo frena, recojo rápidamente todas mis cosas y, tras pagarle la carrera al conductor, salgo disparada del vehículo.

Es entonces cuando nada más bordear el coche para dirigirme a la entrada, lo veo.

Estaba apoyado contra la fachada de la nave, con una de sus rodillas flexionada haciendo que su pie descansase sobre la pared. La cazadora vaquera que vestía y el cigarro entre sus dedos mostraban esa chulería que tanto detestaba.

Me había pasado todo el camino pensando en cómo encarar el día de hoy y, aunque ninguna opción me convencía, mi último razonamiento había sido optar por tratar de ser escuetamente cordial, dentro de la imperiosa desgana que compartir metros cuadrados con esa persona me transmitía.

Pero todas mis intenciones se fueron al traste en cuanto mi andar se aproximó a la puerta y él, sin despegar la vista del suelo, expulsó el humo cerca de mí y me increpó por llegar tarde.

Odiaba a la gente que fumaba.

Odiaba su actitud.

Y lo odiaba a él.

Así que respondí irónica, tratando de tener la última palabra, y me encaminé hacia el interior, buscando alguna cara amiga que me evitase tener que hablar con él.

Los acordes de "Manos vacías" retumban en el salón y sobre el escenario diviso dos figuras. Raoul se mueve como si llevase toda la vida actuando, como si cargase con una experiencia de veinte años sobre sus espaldas, pero sin perder la frescura y la emoción de quién recién empieza en este mundo. Es después del estribillo cuando el otro chico coge el papel protagonista y se adelanta hasta el final de la pasarela que se extiende por el frontal del escenario. Agony creo recordar que se llamaba. No cantaba mal pero por la gran cantidad de aspavientos que hacía deduje que las ínfulas de grandeza son una constante en todos los concursantes de su edición.

Se apagan los focos y mi amigo se despide de mí con un par de besos antes de salir corriendo para el Teatro Lara; ya era casi la hora de comer y hoy doblaban función.

Me acerco a los técnicos de sonido para que me microfonen y veo que Cepeda sigue hablando con Agony, ambos sin quitarme la vista de encima; seguramente criticándome. Mi pierna empieza a golpear arrítmicamente contra el suelo y giro mi cuerpo para tratar de ignorar la escena. Al rotar mi vista observo como en la otra punta del improvisado auditorio, Armando se aparta ligeramente del corrillo en el que estaba inmerso y se acerca a ellos, despachando al más bajito de los dos con una palmada en la espalda y, agarrando al otro del brazo, lo trae casi a rastras hasta dónde yo me encontraba.

-Aitana, acércate, tengo que comentaros una cosa- dice cuando se aproximan a mi posición.

-Como es el primer ensayo nos lo vamos a tomar como una simple, pero necesaria, toma de contacto- continúa cuando ya nos tiene a los dos frente a frente.- Por eso, y porque tengo hambre, nosotros nos vamos a ir a comer y vosotros os quedáis para que os conozcáis mejor y os familiaricéis con la canción. Hacia el final del ensayo volveremos y ya probamos los focos, el reverb y demás. ¿Entendido?- remata alternando su mirada fija entre mis ojos y los de Cepeda.

-Sí- respondemos a la vez.

-Pues ale, a trabajar. Luego nos vemos- dice despidiéndose y desapareciendo entre la oscuridad de la sala después de bajar las escaleras.

10 segundos después, ninguno se mueve.

20 segundos después ninguno habla y la tensión empieza a ser más que palpable.

Es al pasar cerca de 30 segundos en el más estricto silencio que lo oigo tragar saliva y dirigirse a mí:

-¿Conoces la canción?- pregunta con una caída de ojos que denota suficiencia.

-¿Por qué no la iba a conocer?- respondo elevando mis cejas tras mi flequillo.

-No sé. No tiene pinta de que sea muy tu rollo- dice poniendo todo el rintintín del mundo en la última palabra.

-¿Y tú qué sabes cuál es mi rollo?- le rebato paladeando la palabra en cuestión, poniéndome a su altura.

-Mira, paso, yo no pierdo mi tiempo en tonterías.- dice dándose la vuelta y dejándome a su espalda. –Voy a poner la música.-

Los primeros acordes de la instrumental se propagan a través de los altavoces y yo comienzo a recitar mi estrofa buscando clavar la afinación y tratando que la rabia, que me inunda en este momento, no altere el tono dulce de mi entonación.

Llegamos al estribillo y, uno en cada punta del escenario, con las miradas fijas en el horizonte cantamos el primer "No puedo vivir sin ti". Su voz es ronca, rugosa y por momentos parece desaparecer; pero por lo menos no opaca la mía.

Un "no hay manera" sostenido remata el estribillo y da paso a su estrofa, en la que entra desafinado y empeora cuando se inventa la letra en la tercera frase. No lo puedo evitar y la necesidad de devolverle la pulla de antes me hace salir disparada hacia el equipo para parar la base.

-Si tan "tú rollo" es la canción, por lo menos podrías aprendértela- digo por el micrófono, haciendo que mi reproche se escuche amplificado por toda la estancia antes de volver a darle rápidamente al play para que no tuviese opción de rebatirme.

Hacemos dos pases más y aquello sigue sonando con la misma compenetración que un karaoke de Benidorm repleto de guiris.

-¿Vamos a cantar cada uno en una esquina todo el rato?- arriesgo a preguntar para intentar solventar esto cuando antes. Para poder escapar de aquí cuanto antes.

-No sé. ¿Qué pasa que tú no sabes cantar si no haces cuatro bailecitos baratos o qué?. Si quieres bailamos la Macarena, que igual es más tu rollo...- responde con el ceño fruncido y clavando su mirada en mis ojos.

-¿¡PERDONA?!- le espeto tratando de controlar el picor que empieza a aparecer en mis ojos.

-Lo que has oído.- sigue- ¿Sabes qué? tú vete pensando en los aspavientos que quieres que hagamos y ya mañana me lo cuentas.- dice cogiendo su chaqueta y arrancándose la petaca antes de salir casi a la carrera de allí, dejándome plantada a mitad de ensayo.

Mis piernas comienzan a flaquear y el esfuerzo que había hecho para contener mis lágrimas deja de ser suficiente, haciendo que mis ojos se desborden a medida que me agacho y me abrazo a mis rodillas.

-Quizás tiene razón. Quizás todos tienen razón.- pienso.

Jamás, en tu vidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora