Golpes y mensajes

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Luis

Hacía horas que se había marchado. Casi no había amanecido cuando su flequillo dejó de hacer cosquillas sobre mi pecho al compás de su respiración, tranquila, pausada, en calma. Hice el amago de acompañarla pero, al ver cómo mis párpados sufrían por permanecer mínimamente abiertos, me pidió que siguiera durmiendo. Y es que lo había intentado pero, el temor a que volvieran a entrar en casa, y más con ella aquí, me obligó a mantenerme alerta durante toda la noche. Relegando al descanso a un ámbito secundario.

Nada más dejarla el día anterior en Universal, había llamado de urgencia para que me cambiasen la cerradura, pero seguía sin fiarme; y ese temor iba en aumento con los mensajes que empezaron a llegar a mí teléfono procedentes de un número encriptado. Los primeros eran simples amenazas: "tic-tac", "vas a pagar por lo que hiciste", "vigila tu espalda"... pero hacía unos minutos que el posible farol me había estallado en la cara, pues el último de ellos llevaba un archivo adjunto.

LA fotografía.

La del veintinueve de agosto.

Mi rostro ocupaba la mayor parte de la imagen, demacrado por no esperarme verme jamás en una situación como esa. Humillado por lo que ello suponía y con una inmensa sensación de rabia al ver mis movimientos limitados. Recordaba que eran sobre las tres de la mañana cuando mis manos sujetaron aquel frío cartel en el que mi nombre destacaba junto a varios números. El mismo instante en el que mi espalda chocó contra la pared que reflejaba mi altura y el flash de la cámara capturó mi debacle. Inmortalizándola de por vida.

Era la fotografía del día de mi detención.

El día en el que había tocado fondo.

Javi me había pedido que esperara, que dejase el caso en sus manos, pero ver de nuevo esa imagen con mis propios ojos me hizo precipitarme y responder:

"¿Qué es lo que quieres?"

Por el momento no había obtenido respuesta y la vida seguía su curso, sin permitirme sentarme a esperar. Si es que algún día esa respuesta llegaba.

—Joder, Luis, céntrate —me dije a mí mismo cuando estaba a punto de llevarme un dedo por delante al intentar cortar las patatas.

Y es que sí, si este era mi último día y tenía que morir, por lo menos lo haría con una tortilla de patatas de por medio y habiéndole enseñado a Aitana que, en esto, siempre tuve razón. Mínimo ponerle humor, ¿no?

Otra cosa no sabía hacer, era mi única habilidad en la cocina, pero no todo el mundo tiene la suerte de dominar el mejor plato de comida jamás creado. Justo el dorado perfecto, la precisión milimétrica para que se pochase bien sin perder esponjosidad. Y en eso estaba cuando algo crujió a mi espalda y tiró de mis hombros, clavando mi miedo en mi garganta y, por acto reflejo, haciéndome forcejear para liberarme del agarre. Un seco y agudo quejido resonó haciéndome ver que había dado con el blanco equivocado.

—Hostia, Aitana, perdón —me apresuré hacia ella, tras darme la vuelta, al ver como llevaba su mano a la zona inferior de su ojo izquierdo —. Lo siento, de verdad, ha sido sin querer.

—No te preocupes no ha sido nada. La culpa ha sido mía por entrar sin avisar.

—Es cierto, ¿cómo has entrado? —pregunté sin ocultar la sonrisa al intuir por dónde iban los tiros.

—Pues puede que te haya cogido las llaves prestadas para darte una sorpresa... pero me la he acabado llevando yo —rio y seguidamente se quejó al notar aún el golpe sobre su pómulo.

—Ven, ponte hielo, que si no va a ser peor —afirmé mientras lo sacaba de la nevera y lo envolvía en un paño para que no le dañase (más) la piel —. ¿Qué tal la última sección en la revista?

Jamás, en tu vidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora