El Principio del fin

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Luis

Resoplaba por instinto, como si mi cuerpo necesitase hacerse notar para recordarme que era real, que no estaba soñando. Mis párpados también aleteaban para regular el exceso de acuosidad que me impedía ver correctamente los números; pues en mi mano sostenía la pantalla que, cada mañana, me mostraba los informes que la discográfica me hacía llegar sobre el single.

Había gustado.

Mucho.

Sólo llevaba un mes en el mercado y las cifras eran comparables a las que otros tardarían un año en conseguir. Aunque eso me daba igual. Lo que verdaderamente me emocionaba era que había llegado, que había conectado con el alma de la gente más allá de una melodía agradable o pegadiza, que había conseguido que me escucharan y no sólo me oyeran. Y es que, en estos tiempos de prisas, el hecho de que alguien se parase un segundo a analizar lo que quería transmitir era para mí el mayor de los halagos.

Por ello no podía, ni quería, parar. Quería dar todo de mí para devolver lo que estaba recibiendo; algo que en sí mismo ya era una recompensa pero que no veía como premio final sino como un nuevo inicio de un ciclo que, si de mí dependiera, no tendría fin.

Tenía suerte. Mucha suerte. Escribir era lo que más me gustaba en el mundo aunque a veces me hubiese sentido como un barco a la deriva a punto de naufragar por las opiniones destructivas y los desprecios que siempre me habían acompañado. Pero ahora era distinto. Ahora llevaba viento de cola empujándome a seguir mi camino. Reforzando mis convicciones. Avivando mis ganas.

Mi madre me repetía de pequeño que cuando alzas el vuelo y miras hacia abajo, las personas pasan a ser hormigas, luego manchas, luego un todo, luego nada; pero que aunque a ti las nubes te tapasen, ellas seguirían el mismo sitio. Por eso no quería perderme en números ni en esa nueva vida que se me presuponía tras el "éxito". Preferí volver al principio. A mis principios. A los principios de quien me tendió la mano cuando tenía el agua al cuello.

—Hola, cabezón —me recibió abrazándome.

Por desgracia no teníamos mucho tiempo para vernos y tampoco éramos de ese tipo de amigos que hablaban a menudo por teléfono pero, afortunadamente, ella era una de esas personas que cuando las ves, aunque hayan pasado siglos, parece que todo siga igual.

Y hablando de hablar, qué mejor manera de trabajar que con alguien que entiende tu mismo idioma.

—Un premio más y se te cae la estantería, rapariga... —bromeé al entrar en el estudio que había construido en la antigua habitación de invitados, aunque, en realidad, se me estuviese saliendo el orgullo a borbotones.

Se lo merecía. Y es que, si como artista era de las mejores, a nivel humano... ahí era excepcional. Por eso tenía muy claro lo que quería hacer:

—Oye, Miri, se me ha ocurrido una cosa...

—Uy —se volteó amenazante—. Miedo me das.

—No es nada. Sólo que si nos sale alguna canción chachi quiero que lleve únicamente tu firma —dije intentando devolverle aquello que ella hizo por mí en el pasado.

—Ni se te ocurra, Luis.

—Es lo mínimo que puedo hacer. Te lo debo.

—No —se acercó seria—. Los amigos no tienen deudas y, que yo sepa, seguimos siendo amigos, ¿no?, ¿o ahora que te estás convirtiendo en una superestrella te vas a olvidar de mí? —dramatizó entre risas.

—Eres idiota —respondí—. Pero va en serio. Me gustaría que la canción estuviese a tu nombre.

E dalle, carallo! Te vas a comer la guitarra, por pesado. ¡¡Que no quiero los derechos!! —repitió enfatizando cada palabra.

Jamás, en tu vidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora