Al norte

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Aitana

Tic-tac... Tic-tac... Tic-tac...

Las agujas del reloj seguían su rumbo, impasibles ante la ansiedad que poco a poco iba trepando por mi garganta y que ya había colonizado mis costillas, al igual que las actuaciones sobre el escenario iban discurriendo según la escaleta marcada. El tiempo pasaba y, para mi desgracia, no iba a esperar por mí.

"Livin' on a prayer" abrió el show, revolucionando al público allí presente al vernos a ambas generaciones subidas sobre un mismo escenario y haciendo que el medidor de decibelios sobrepasase su límite. Esta vez casi parecíamos un grupo homogéneo de gente que se divertía cantando y que tenía la suerte de poder dedicarse a su pasión.

Casi.

En alguna de mis frases había pillado a Cepeda observándome y, cuando siguiendo la coreografía marcada, pasé por su lado, el hecho de que me girase la cara había detonado ese estado  de nervios que creía saber controlar. Pero no.

A medida que se acercaba el dúo de la muerte, o lo que es lo mismo, mi actuación solista y el NPVST, me iba haciendo cada vez más pequeña, viéndome incapaz de aguantar durante tres minutos su mirada clavada en la mía a sabiendas de lo que yo realmente sentía y consciente, también, de la impresión que él tenía de mí y de la cual yo era la única responsable.

Me acerqué hacia una de las neveras que había en el camerino para buscar un poco de agua que destensase mi voz, pero un botellín de cerveza me llamó más la atención. Casi nunca bebía y, es más, la cerveza no me gustaba pero necesitaba algo que me diese la valentía suficiente o que, por lo menos, me quitase el miedo; algo que por mí misma no iba a poder conseguir. Prácticamente sin respirar, ese líquido ocre abandonó su recipiente inicial para pasar a formar parte de mí.

Pocos minutos más tarde, los acordes de "Instruction" resonaban por el pabellón, dando pie a mi entrada y provocando el griterío del público. No sería mi mejor actuación, incluso había cometido algún que otro traspiés, pero era el precio que estaba dispuesta a pagar por sobrevivir a la siguiente canción. A Aitana Ocaña le tocaba ceder, por una vez, ante Aitana.

Las luces doradas decoraban las pantallas y un cañón de luz nos apuntaba en el momento en que cogimos posiciones. Cara a cara. Frente a frente.

Emocional e interpretativamente volvíamos atrás como cuando, a pesar de la proximidad física, un muro se interponía entre nosotros. Mis ojos trataban de pedir perdón pero los suyos era imposible descifrarlos, como si tuviera el acceso denegado, como si me hubiese prohibido la entrada.

Salí del escenario y esperé entre bambalinas, algo en mi interior me impedía marcharme de allí. Creía que era la primera vez que lo escuchaba cantar a él sólo y, además, desconocía la canción pero prestando atención a las frases que lentamente susurraba su voz rasgada, caí en la cuenta de que no; ese dolor en el costado lo había sentido anteriormente. Cuando vino a la Academia.

Pero ahora esa emoción que trasmitía al cantar mientras punteaba la guitarra no me producía rechazo; tampoco sabría identificar esta sensación pero, por lo menos, estaba segura de que era diferente a aquella.

Cuando los aplausos del público sucedieron a la música, él se dio la vuelta y emprendió el camino de vuelta, encontrándome de pie al lado de la mesa de sonido; esa a la que debía acercarse para dejar el micrófono.

Supongo que el alcohol, que ya nadaba por mis venas, me dio el valor necesario para agarrarlo por un brazo y, sin mediar palabra, arrastrarlo hacia un lugar un poco más apartado. El final de un estrecho pasillo en el que se apilaban infinidad de cajas vacías me pareció lo suficientemente alejado del ruido como para frenar mis pies y quedar frente a él.

Jamás, en tu vidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora