El principio del fin

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Los rayos de luz que se colaban por la ventana aquella mañana parecían más limpios, más puros que de costumbre. Era una luz cálida que rebotaba en las diferentes superficies, creando perfiles y sombras por todo el dormitorio; atravesando e iluminando las motas de polvo que flotaban en el ambiente, añadiendo un aire etéreo y fantasmal a la estancia.

La cama, decorada con un gran cabecero de hierro forjado, se encontraba justo al lado del cristal, por lo que la piel desnuda de ambos cuerpos recibían de lleno la luz matutina, tornando sus pieles doradas y aún más apetecibles.

Agoney se encontraba tumbado sobre su estómago, enrollado en una sábana de la que dudaba que fuera capaz de deshacerse sin ayuda. Con las rodillas flexionadas, sus pies bailaban en el aire, acompasando sus pensamientos. Sus antebrazos se apoyaban a medio camino entre los muslos y el pecho de Raoul, mientras sus labios dejaban suaves besos por todo su abdomen, a la vez que sus rizos caían en cascada, acariciando y cosquilleando la delicada piel del replicante; que sin rechistar, se dejaba hacer, perdiendo sus dedos en el bosque azabache de su melena.

Aquella noche, tras la reunión, fue completamente suya: se amaron sin miedos y sin complejos; se exploraron y conocieron más a fondo de lo que jamás habían hecho; se abrieron el uno al otro, conociendo sus limites; devorando la carne, y agasajando el alma. Y hablaron. Hablaron hasta que se les secó la garganta; hasta que se les agotaron las palabras. Hablaron de lo que se avecinaba, y de su papel en la guerra que se cernía sobre ellos. Hablaron de sus aliados y sus enemigos. Y sobre todo, hablaron de sus opciones reales.

No habían dormido, no hubiesen podido. Pero así, entre beso y beso, caricia y arrumaco, decidían su futuro, como un equipo. Como uno solo.

Raoul mantenía los ojos cerrados, concentrándose en las sensaciones sobre su piel. El tacto de los labios ajenos, su pelo entre los dedos y los pequeños, casi imperceptibles círculos que Agoney dibujaba con sus pulgares sobre su piel. Si tuviese que elegir una manera en la que abandonar este mundo, elegiría esa y no otra. Se sentía en el cielo, profundamente amado y comprendido; cuidado y adorado, pero tratado como un igual.

- Amaia consiguió el suyo al poco de llegar aquí -tras guardar silencio durante unos minutos, Raoul volvía al ataque-. Estoy seguro de que no tendrá ningún inconveniente en darme su contacto.

- Raoul... -advirtió Agoney, cesando sus besos por un momento y levantando la mirada. El rostro de Raoul seguía igual de relajado, quizás un poco más ruborizado. Abrió los ojos para poder exponer su punto de vista de nuevo, apoyándose ligeramente en sus antebrazos para poder mirarlo con más facilidad.

- Tendría el pasaporte listo en un par de días. Y si se lo hacen a un replicante, no veo porqué no han de hacérselo a un humano. Aunque podemos no mencionarlo si crees que sería un problema.

- Sabes que eso no es... -se lo había explicado un centenar de veces, pero parecía no entenderlo, o no quererlo entender.

- Podemos hablar con Capde, él es el mejor informático y el mejor hacker -continuó el rubio, su dedos jugaban distraídos con la barba de Agoney-. Si borró mis datos, puede borrar los tuyos.

- Cariño -llamó, y aun con voz suave, Raoul entendió que debía dejarlo hablar. Agoney se impulsó con los codos, gateando hacia la almohada para estar a la misma altura que Raoul. Posó su manó sobre la mejilla ajena y le regaló un pequeño beso antes de volver a hablar-. Tus datos estaban en una base terrestre. En el archivo de la compañía que te creó, así como en el registro de sujetos dados de alta y en la base de datos de tu empleador. Un buen hacker puede llegar a esa información casi sin pestañear. Es cierto que hicieron un buen trabajo al corromper los datos y hacerlos completamente irrecuperables, eso no lo niego.

2051Donde viven las historias. Descúbrelo ahora