22: Al final de la cueva

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Los cascos de los caballos resonaban al chocar contra las piedras del camino, marcando un ritmo regular y acelerado que se escuchaba en toda la estepa. El viento revolvía su cabello y la capa azulada que cubría sus hombros ondeaba de un lado a otro sin parar. Llevaba la espada atada a la espalda, dispuesto a defenderse si era necesario.
Espoleó con fuerza al animal, haciendo que corriese con más fuerza y rapidez. Agarró las riendas y volvió a espolear al animal, deseoso de llegar cuanto antes a su destino. Llevaba nervioso toda la mañana, desde que le habían informado en palacio que habían avistado al este del reino unas extrañas criaturas. Al parecer atacaban las aldeas más pequeñas durante la noche, aprovechando la falta de luz, y arrasaban con todo lo que encontraban sin ningún tipo de escrúpulos. Por fortuna, solo tres aldeas habían corrido esa suerte. Tres pequeñas aldeas situadas junto al límite con Hoshido.
Su misión consistía en llegar hasta el cuartel que la Orden mantenía cerca de la frontera, pedir un informe completo de la situación y ayudar a reforzar la seguridad en el resto de poblaciones. Valla siempre había mantenido relaciones muy estrechas y sólidas con Hoshido, por lo que no mucha gente habitaba el cuartel de la Orden, tan solo varias docenas de soldados y un superior.
Manal había recorrido aquel trayecto varias veces a lo largo de su etapa como aprendiz en la Academia de Ípoles, por lo que él era quien encabezaba la expedición, mientras Leo e Hinoka se mantenían en segundo plano. El capitán de la Guardia volvió la mirada un segundo para observar a la brava jinete que cabalgaba a su lado. Ella pareció notar su mirada, volviéndose a su vez para mirarlo a los ojos, cuando una voz a sus espaldas los sobresaltó:
- ¡Allí! - gritó Hinoka, quién espoleó con fuerza a su pegaso para llegar cuanto antes al cuartel que comenzaba a asomar por el horizonte. - ¡Ya casi hemos llegado! - añadió, dándole ánimos a los demás soldados.
Leo también espoleó su montura, adelantando a Manal y a la joven que cabalgaba junto a él. El joven capitán se irguió aún montado en su caballo, se volvió con agilidad y le hizo un breve gesto a sus tropas para que avanzaran con mayor rapidez. Se dejó caer sobre la silla de montar y dejó que su caballo siguiese avanzando con rapidez. Volvió a mirar a la muchacha que cabalgaba a su lado, esta vez con discreción, aprendiéndose sus rasgos.
Aquella joven había ingresado en la Guardia Real en cuanto se reinstauró, hace ya casi tres años. Era bastante joven, al igual que el resto de sus compañeros, que no solían superar los veinticinco años. Tenía la tez pálida, dándole un aspecto algo frívolo. Su cabello corto y castaño se mecía con fluidez contra el viento, sin llegar a rozar del todo las hombreras de su impoluta y reluciente armadura. Sus ojos desprendían un cierto brillo que apenas se apreciaba los días nublados y sombríos como el de hoy, los cuales eran de un tono violeta. Vestía una refinada armadura, digna de una comandante de la Guardia Real. Cabalgaba a lomos de un caballo palomino de crines trenzadas y una afilada espada relucía en su cinto.
Manal se fijó en que movía uno de los brazos con cierta dificultad, concretamente el derecho. Ella había acompañado al rey en su última expedición, formando parte de su escolta. La muchacha había vivido la tragedia en sus propias carnes y aún conservaba la herida que le habían propiciado.
El capitán se sentía muy culpable desde entonces, pues fue él quién propuso mandar a varios aprendices con el rey, en lugar de enviar parte de su ejército. Todas las noches se iba a dormir pensando cuantas muertes habría podido evitar, sintiéndose así indigno de su cargo.
Lilah, pues así se llamaba la joven comandante, llamó su atención con un silbido al ver que Manal estaba absorto en sus pensamientos. Él, aún algo aturdido, levantó la cabeza con rapidez, encontrándose frente a frente con la cuidada muralla que rodeaba el cuartel. El muchacho divisó arqueros en las almenas de la muralla, pero no contó más de treinta. La bandera vallesa ondeaba en uno de los torreones, cuando les abrieron las puertas de entrada al cuartel. El enorme portón de madera chirrío al darles paso, haciendo que los animales moviesen la cabeza con cierto nerviosismo.

Apagó las velas y varios candiles antes de salir de la habitación, dejándola prácticamente a oscuras. Ocultó su rostro bajo la holgada capucha de su capa y comenzó a deambular por los laberínticos pasadizos de la cueva.
Trateva entreabrió el ojo derecho al verle abandonar la estancia. Rápidamente se palpó el torso bajo las sábanas, esperando encontrar una profunda y sangrante herida.
- ¿Pero qué...? - murmuró al no sentir más que su piel.
Se deshizo de la sábana, apartándola a un lado del catre, y abrió completamente los ojos al ver que su herida había desaparecido. Desconcertada, se levantó de su catre y comenzó a abotonarse la camisa.
- ¿Dónde estoy? - se preguntó mientras rondaba por la habitación, observando los techos tan pedregosos.
Volvió la mirada a un lado al oír como pequeñas gotas caían entre las rocas. Sin pensárselo dos veces corrió hasta allí y colocó ambas manos de forma que las gotas cayesen en su palma. Después de que varias gotas se acumulasen en sus manos, se las bebió de un trago, sedienta tras varios días inconsciente. Repitió el mismo proceso varias veces más, hidratando así su débil y esquelético cuerpo. ¿Cuántos días llevaba inconsciente? Por el aspecto tan demacrado que presentaba tal vez días, incluso semanas. Afortunadamente alguien le había suministrado pequeñas dosis de agua para mantenerla con vida.
- «Alguien...» - se dijo, y dos nombres rondaron su mente.
Se irguió y comenzó a buscarlos por la habitación, sin encontrarlos. Entonces un leve eco llegó hasta sus oídos. Agudizó los sentidos y se arrimó hasta una de las paredes de piedra. El eco volvió a llegar hasta ella. Era un sonido muy familiar para la muchacha. El sonido que produce el filo de una espada contra el aire.
Rápida, cogió su espada, que descansaba en una esquina, y se la prendió al cinto. Encontró también su armadura, algo estropeada y ensangrentada, pero no dudó en ponérsela. Se cubrió los hombros con su capa blanca y se recogió su alborotado cabello en dos coletas rápidas.
Cogió uno de los pocos candiles que quedaban encendidos y salió de la habitación. Con la vista poco acostumbrada a la oscuridad, empezó a andar por los pasadizos, chocándose contra las paredes y tropezando con las piedras más prominentes que había en el suelo. Al principio se mostraba muy asustadiza ante cualquier ruido, pero poco a poco fue tomando seguridad y acostumbrándose al escarpado terreno. Suspiró aliviada al salir de los pasadizos, encontrando frente a si un enorme lago subterráneo. Corrió hasta la orilla, todavía sedienta, pero antes de llegar tropezó con una piedra y cayó de bruces contra el suelo. Entonces alguien la agarró de un brazo, dándole la vuelta antes de que cayera, acercándola hacia sí. Trateva sonrió al ver el rostro carismático de su compañero frente a ella.
- ¡Afachi! - exclamó, lanzándose a sus brazos.
El muchacho la abrazó con fuerza, enredando sus dedos en los cabellos rubios de su amiga.
- Trateva, ¿qué ha pasado? - preguntó él - ¿Estás bien?
- Sí... - sonrió ella, confusa - Sí, estoy bien Afachi.
Por toda respuesta él la abrazó más fuerte. Permanecieron así un buen rato, hasta que finalmente Trateva se atrevió a preguntar:
- ¿Dónde estamos?
- Si te soy sincero, no tengo ni idea... - murmuró el chico, frotándose la sien con desconcierto. - Todo esto es muy extraño.
Trateva asintió y se acercó a la orilla con intención de beber. Afachi se sentó sobre una de las piedras a afilar su espada mientras su amiga apaciguaba su sed. Después de beber, la muchacha se enjuagó el rostro, intentando limpiarlo de polvo, hollín y sangre. Afachi tampoco presentaba muy buen estado, pero Trateva no le quiso preguntar otra vez qué demonios les había pasado.
Entonces un bello cántico llegó hasta sus oídos. Trateva se irguió, alerta, y Afachi se acercó a ella mientras envainaba su espada. Ambos reconocieron aquella voz sin necesidad de esfuerzo y Afachi no dudó en sumergirse en el lago.
- ¿¡Pero qué demonios haces, Afachi!?- le riñó ella desde la orilla - ¡Tú armadura pesa mucho, te vas a ahogar!
Pero el muchacho no le hizo caso alguno. Siguió nadando hasta una especie de abertura que tenía el lago que parecía conducir a alguna parte.
- Idiota... - murmuró la chica.
Se volvió, dándole la espalda a su amigo, intentando pensar como llegar hasta el lugar de donde provenía la voz. Entonces vió que había una especie de pasadizo paralelo a la orilla del lago que tal vez podía conducirla hasta el interior de aquella cueva tan extraña.
- Tengo una idea - sonrió la chica, pensando que su amigo todavía la oía. - ¿Qué tal si vamos...? - volvió la cabeza de nuevo, pero no había ni rastro de Afachi por ningún lado - ¿Afachi...? ¡AFACHIII! - gritó Trateva, pero no obtuvo respuesta.

Fire Emblem Fates II: AmanecerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora